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La avaricia hegemónica

La duda metodológica es la de si el presidente de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, ha cometido un grave error, o de si el error es el propio Gorbachov, como ya dijo en su día el clásico de un hoy olvidado general.El líder soviético había llegado, según parece en temprana hora, a la conclusión de que era inevitable una profunda cirugía política y económica de su país, para que éste no se desplomara en el Tercer Mundo, y que de gran potencia sólo conservara los dientes nucleares. Con ello, Gorbachov pretendía hacer realidad la bravata inconsecuente de Jruschov, cuando juraba que en el plazo de 25 años Moscú habría superado en todos los terrenos a Estados Unidos. Lamentablemente para él, los hechos, siempre de una tozudez ejemplar, dejaron muy pronto claro que o bien el propósito era inviable de no mediar una profunda ruptura histórica en la Unión Soviética, o, como mínimo, que la pugna interior tendría inciertas posibilidades de éxito.

Gorbachov, como todos nosotros, es un hijo de Yalta. Al margen de si en la reunión celebrada entre los Tres Grandes en Crimea, febrero de 1945, se decidieran o no ciertas cosas, de si Stalin engañó a Roosevelt, o de si Churchill tenía razón al temerse lo peor, cabe dar el nombre de sistema de Yalta a un acuerdo sobre el reparto de esferas de influencia mundiales entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En lo referente a Europa, ese sistema significaba que en la parte oriental del continente el fiat de Moscú sería absoluto, y que en la occidental nada de lo que ocurriera podría desagradar profundamente a Washington. El mundo consagrado en Yalta sacrificaba la libertad de un centenar de millones de ciudadanos en el este de Europa, pero constituía también una herencia dinástica para los sucesores de Stalin de gran valor de cambio internacional.

El presidente soviético, enfrentado a las dificultades de la renovación, debió pensar que, al igual que Trotski en su disputa con Stalin sobre la realización del socialismo en un solo país o como insurrección universal, sólo una propagación de la perestroika a todo el imperio serviría de contrapeso a los problemas nacionales de la reforma. Hacia la primavera de 1989 Gorbachov podría haber llegado a la conclusión de que o bien había perestroika para todos, o no la habría para nadie. Ahí es donde el curso de los acontecimientos comenzó a írsele de las manos al secretario general.

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En el principio estuvo la inevitable Polonia. El presidente general Jaruzelski creía poder dar una nueva vitalidad a su renqueante régimen desafiando a Solidaridad a una competencia electoral. El sindicato de oposición obtendría un buen resultado, se decía el militar comunista, pero, contando con que el partido retuviera la mayor minoría, sería posible asociar Solidaridad a cierta diarquía controlada. La verdad del mercado y la verdad del sufragio, en proporciones rigurosamente vigiladas, constituían, al fin y al cabo, la receta de Gorbachov para la propia Unión Soviética. El resultado de las elecciones de junio fue, sin embargo, la debâcle para el partido polaco, y una avalancha de realidad que haría imposible que ni mercado, ni sufragio pudieran racionarse desde fuera.

Al desastre polaco siguió, en octubre del mismo año, la operación para encontrarle sucesor a Honecker, que culminó con la inmolación de los quisling de ocasión, con los que los presuntos renovadores de la RDA abonaron el camino hasta la destrucción del muro, y, ulteriormente, la reunificación de Alemania. Acto seguido, Hungría y Checoslovaquia se montaron su propia transición, al amparo de la valerosa ruptura polaca, sin que el Kremlin pudiera hacer ya más que de espectador. Gorbachov tuvo más suerte en Rumania y Bulgaria, donde la liquidación del comunismo oficial fue una operación controlada desde dentro, pese al espactáculo añadido de las mulillas retirando los cadáveres del matrimonio Ceaucescu; pero, en cualquier caso, ni uno ni otro país sirven hoy a Moscú de nada, perdido el resto del glacis continental.

Todo ese proceso causaba, por añadidura, la súbita transformación del status de determinado Estado europeo, a la vez que la desaparición del diccionario de una palabra a la que habíamos llegado a tomarle cariño. Finlandia dejó entonces de estar finlandizada, cualquiera que sea el sentido que se le dé al término, y, paralelamente, la finlandización de Europa del Este quedaba eliminada como eventual transición que preservara los intereses soviéticos. Como consecuencia de todo ello, esa perestroika exterior o finlandización que no pudo ser, en vez de apuntalar le hizo un grave daño al proyecto centrista de Gorbachov: el suministro de toda la libertad que fuera posible al ciudadano sin hacer peligrar la existencia de la Unión Soviética.

De esa mala fecundación entre insuficiente perestroika interior y demasiada en el exterior se deriva la opción a la independencia de las repúblicas bálticas, el nacionalismo racista en Georgia, el arrojo antiislámilco de Armenia, el clima general de zafarrancho racial en el Asia rusa y, en el plano internacional, la aventura de Sadam Husein con su contundente respuesta militar norteamericana. En resumen, la ocultación de la Unión Soviética como superpotencia mundial.

Seguramente, la historia hará una valoración positiva del fenómeno Gorbachov, aunque sólo sea porque la historia la van a escribir sus beneficiarios. El mundo de Yalta debía ser sólo un expediente y no un futuro con el que convivir. Pero cabe interrogarse sobre el tiempo de incertidumbres que tal desmoronamiento sin contrapartidas introduce en la escena internacional; y, más aún, sobre la dinamitación de un universo que puede ser la más peligrosa prescripción para que éste se crea obligado a luchar en defensa de sus privilegios; en definitiva, hay que interrogarse sobre si la manera Gorbachov garantiza o no que él mismo pueda seguir siendo el Gorbachov de la distensión exterior y el de la democratización interior.

El problema reside en la profunda asimetría existente entre el potencial militar, no sólo atómico, de Moscú y su peso internacional; por ello, un poder sucesor del gorbachovismo, sin necesidad de que pretendiera volver al statu quo anterior, sino simplemente con que congelara las conquistas democráticas como medio para restablecer el orden y la unidad de propósito, se vería abocado a tratar de recuperar de mala manera una política exterior de gran potencia. Una Unión Soviética nuclear pero saciada era un espectáculo injurioso para la libertad y la inteligencia, pero una Rusia nuclear y hambrienta por la pérdida de status puede resultar infinitamente más desagradable.

El error Gorbachov o de Gorbachov, por más que quizá fuese inevitable, ha sido el de ceder Yalta por nada; el de no desescalar el imperio no ya sin contrapartidas, sino sin garantías para el día después. El arquitrabe casi genético de la política exterior rusa de los últimos 300 años -con la sola pausa del periodo 1920-1939- había sido el de que en Varsovia sólo podía reinar san Petersburgo; esa normativa, por otra parte criminal, la ha vulnerado Gorbachov a cambio del Nobel de la Paz y una visita a la Casa Blanca. Si cupiera pensar que todo eso fuera gratis, santo y bueno ... ; pero no parece seguro que sea así.

Hay quien dice que estamos construyendo un nuevo paradigma internacional, y que el presente pandemónium va a ser para mejor. El lamentable estado de la presencia internacional de Europa puede hacer pensar, sin embargo, que no lo va a ser igual para todos. Y, en cualquier circunstancia, parece urgente que Moscú encuentre un papel exterior que, con su patética y fracasada búsqueda de protagonismo en la guerra del Golfo, se halla hoy en recóndito paradero.

Acomodar las necesidades de los demás para respaldar las propias fue la gran idea del yaltismo, hasta el punto de que Washington inventó por ese motivo una superpotencia moscovita que apenas correspondía a la realidad; la liquidación de Yalta es buena cosa, pero también es cierto que una nueva situación que vaya mucho más allá de 40 años de paz armada precisará ciertas acomodaciones con quien tiene la fuerza para exigirlas. Otra cosa sería pensar que la Unión Soviética o Rusia están acabadas para siempre, lo que tampoco puede jurarse. El peligro es el de que la avaricia a veces rompe el saco. Y en el saco estamos los demás.

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