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La hora de la verdad

El gran jurista liberal alemán Rudolf von Ihering, en carta a un amigo fechada el 1 de mayo de 1866, escribe: "Nunca una guerra ha sido manipulada de forma tan vergonzosa como la que Bismarck está montando con Austria. Mis sentimientos más íntimos se rebelan contra esta violación de los principios más elementales del derecho y de la moral". Tras la victoria fulminante de. Prusia en la llamada guerra de las siete semanas, paso fundamental para la creación del Reich, Von lhering escribe a otro amigo, el 19 de agosto: "Perdono a este hombre todo lo que pudo haber hecho hasta hoy; más aún, me ha convencido de que todo era necesario. Lo que a los no inicia dos parecía arrogancia criminal se ha revelado al final el único camino a seguir para alcanzar la meta".Cuántos demócratas no habrán reaccionado en estos días como el ilustre jurista alemán y se habrán precipitado a tirar por la borda los principios, fas cinados por la realpolitik. No hay argumento más contundente que el que se acompaña de la fuerza de las armas. Sorprende la rapidez con que la victoria se carga de razón. El que gana dispone siempre de los mejores argumentos, al convertir en realidad lo que pretende. De poco sirve el consuelo, que sostiene a todas las religiones, de que al final se hará justicia, creencia que, secularizada, todavía conserva la izquierda. Con esta ex periencia, me maravilla que a lo largo de la historia nunca hayan faltado unos pocos con vocación de perdedores.

Sea cual fuere el papel que estas minorías hayan podido desempeñar en el pasado -a la larga no las creo tan inútiles, y sobre todo me confirman en una idea de lo que podría llegar a ser el género humano que me ayuda a seguir tirando-, no me tienta exagerar los costes de la victoria, a la manera de la vieja izquierda recalcitrante, empeñada en el sofisma de cuanto peor, mejor. Una actitud realista y crítica, empero resulta también incompatible como intentar vender como moneda de ley, pese a que la ocasión sea pintiparada, las justifícaciones que los aliados habían propagado para legitimar la política de fuerza. El fin de la guerra, además de proporcionarnos sosiego por el cese de las matanzas, nos permite arrumbar no pocas mentiras como han contado los bandos contendientes -nunca se miente tanto como en las guerras- y, una vez despejado el campo de las falacias más groseras, formular, con la objetividad que alcance una información muy limitada, las consecuencias más patentes.

La primera gran mentira se ha desplomado al quedar en evidencia la capacidad real de las Fuerzas Armadas de Irak. Cabe todavía que los norteamericanos no se hubieran enterado de los planes iraquíes para apoderarse de Kuwait -lo que hubiera revelado las enormes deficiencias de la diplomacia y del servicio de información norteamericanos-, pero lo que ya resulta increíble es que también se hubieran equivocado en la peligrosidad iraquí, cuando los expertos militares no se cansaban de señalar los efectos del embargo para un ejército dependiente por completo de la ayuda extranjera. Para justificar semejante movilización de fuerzas en el Golfo se anunció incluso que los iraquíes probablemente disponían de bombas atómicas, y con toda seguridad de armas químicas y biológicas. El que Husein haya aceptado la derrota sin emplearlas muestra un aspecto de su personalidad que no se corresponde con la imagen que con el mayor éxito han difundido los medios, o que no pudo utilizarlas sin apoyo extranjero: tal es la dependencia de los ejércitos del Tercer Mundo de la tecnología occidental.

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Cualquier malintencionado podría construir una teoría bastante más verosímil que la oficial en estos términos. Primero, los norteamericanos no quieren enterarse de los planes iraquíes y dejan hacer, dando la falsa impresión de que consentían. Segunda, ante tamaña infracción del derecho internacional reúnen el consenso necesario para implantar el embargo, que además tiene la virtud, faltos de repuestos y de saber técnico, de acabar en pocos meses con la capacidad militar de los iraquíes. Terminado el plazo, se pasa a bombardear masivamente las tropas y la población civil para eliminar toda posible resistencia, a la vez que se muestra al mundo el precio de un enfrentamiento bélico con la potencia hegemónica. Por último, una vez que Husein accede a salir de Kuwait, seguros de que ya nadie va a defender lo que ya se ha entregado, se inicia un paseo militar. Un indicio, entre otros muchos, de que no se jugaba limpio: en una guerra censurada en la que no se ve una gota de sangre y en la que la mayor preocupación era restringir al mínimo las propias bajas, los norteamericanos encargan no sé cuántos miles de ataúdes, noticia que milagrosamente logra salvar la censura.

Desde la perspectiva de Irak, la película habría transcurrido en los siguientes términos: se cuenta con la pasividad de Estados Unidos ante la anexión de Kuwait, como recompensa por los servicios prestados en la guerra contra Irán, y desde luego, con el apoyo de los soviéticos, directamente interesados en mantener o recuperar su presencia en la región. Sorprendidos por la actitud norteamericana y soviética, el 12 de agosto se intenta dar una salida al conflicto vinculándolo con el palestino, en la creencia de que ese gesto bastará para crear una opinión árabe a favor de Irak. La detención como rehenes de miles de ciudadanos occidentales no surte efecto, y en una campaña propagandística muy medida se les va liberando con cuentagotas. Tampoco sirven las amenazas a recurrir al terrorismo internacional, que se perfila en el futuro como la única arma del hemisferio sur. Irak confia que la propaganda de los aliados sobre su poderío militar sirva al menos para atraer a algunos países árabes a su bando: nadie apuesta por el que se sabe de antemano derrotado. La única arma secreta con la que ha contado Husein es su confianza en un levantamiento de los pueblos árabes frente a la intervención extranjera. También es la única que temen los aliados: de ahí la necesidad de que la guerra dure poco y sea ejemplarizante.

Una vez que una victoria rápida y contundente ha desmontado la gran mentira sobre el poderío militar de Irak, queda ya más claro el objetivo de la. operación: dar la lección que se merece cualquier pueblo del Tercer Mundo que aspire a una cierta autonomía o que se salga de las reglas escritas y no escritas que impone el orden internacional establecido. Una gran potencia puede intervenir, anexionar, invadir, amenazar con una invasión o minar un puerto extranjero, pero, dónde iríamos a parar si todos los pueblos se guiasen por el comportamiento de los poderosos? ¿Se imaginan lo que duraría el planeta si los 6.000 millones de habitantes se empefiasen en vivir como los ricos de Nueva York? Hay que enseñar a cada cual a comportarse de acuerdo con la. clase social y con la cultura nacional a las que se pertenece. Esta guerra, por lo demás, quedará en los anales militares como el modelo para llevar a cabo las guerras locales en el Tercer Mundo, así como la de Vietnam fue el ejemplo patético de cómo no se pueden hacer las cosas.

La segunda gran mentira -que se trataba de una guerra de Naciones Unidas para restablecer el orden internacional- contó desde un principio con muy poca credibilidad, que se quebró por completo en las últimas semanas. A este respecto, la entrevista de Javier Pérez de Cuéllar concedida a este periódico me parece contundente y no hay nada que añadir. La cuestión que queda abierta es la de la reorganización de Naciones Unidas para que recupere su verdadera función arbitral -y no bélica- entre las grandes potencias y entre éstas y el Tercer Mundo.

La guerra ha sido posible en esta zona y en estos términos porque la Unión Soviética, por completo dependiente de la ayuda y colaboración occidentales, ha desaparecido momentáneamente como gran potencia. El Consejo de Seguridad, en la forma en que se constituyó al terminar la guerra, no se corresponde ya con la relación de fuerzas en el mundo de hoy. Aunque la noción más elemental de igualdad entre los Estados que proclama el derecho internacional aconsejaría suprimir la categoría de miembro permanente, nadie duda que lo que está sobre el tapete no es tanto su supresión, que convertiría a Naciones Unidas en un instrumento inservible, como su ampliación: no se puede pedir a dos grandes potencias económicas, como son Alemania y Japón, que asuman sus responsabilidades internacionales sin estar presentes en los órganos de decisión.

En Alemania, sobrecogida la población por el recuerdo de la guerra, y pese a ser muy consciente de su responsabilidad especial con Israel, ha predominado la impresión de que ésta no era una guerra europea, aunque haya terminado siéndolo por la intervención del Reino Unido, siempre más norteamericano que europeo, pero sobre todo por el apoyo de Francia, obsesionada en desempeñar el papel de gran potencia. Cuando, corno en este caso, se distancian Francia y Alemania, Europa se tambalea.

Si tenemos en cuenta tanto los riesgos de desestabilización que ha supuesto la guerra para el flanco sur de Europa, el Mediterráneo árabe y el oriental, y la Unión Soviética -todavía es muy pronto para valorar las consecuencias internas del fracaso de Gorbachov-, como el daño que ha sufrido el proyecto de una Europa unida, que una vez más ha dejado bien patente que no es capaz de establecer otro objetivo que la consolidación de la hegemonía norteamericana en el mundo y en Europa, y acabada la guerra fría, la guerra del Golfo ha vuelto a fortalecer un atlantismo que muchos europeos considerábamos que había llegado la hora de desmontar. A lo mejor, impedirlo era el objetivo principal de la guerra contra Sadam Husein.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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