Patriotas y aliados
El almirante López de Arenosa lamenta que en vez de combatir en primera línea de fuego nuestros marinos naveguen por aguas de poco riesgo, como furrieles resabiados que se buscan la vida para no entrar nunca de servicio, y que el entusiasmo bélico de los españoles ande más bien menguado por culpa de la larga molicie y de la propaganda pacifista. Al almirante le consolará saber que no está solo en su lamento: nuestros aliados británicos, cuenta Vicente Molina Foix, se quejan de los laid back spaniards, que en lugar de un paso al frente hacia la batalla dan varios pasos atrás y se justifican con el envío al Golfo de unos centenares de reclutas cuyo amor a la guerra equivale presumiblemente al amor al trabajo que los anglosajones nos atribuyen. Cuando el difunto John Lennon, en su autobiografía, quiso definirse a sí mismo como un gandul, no encontró mejor fórmula que compararse con un español: A spaniard for the work, creo que se llamaba aquel libro, que provocó hasta una nota de protesta del Ministerio de Asuntos Exteriores. Ni el almirante López de Arenosa ni los estrategas británicos tendrán seguramente noticia de una opinión de hace 10 siglos que coincide exactamente con las suyas, y que se encuentra consignada en el relato del viaje que hizo a Al Andalus en los comienzos del siglo X un sabio árabe que se llamaba lbn Hawqal, y que al parecer actuaba como espía a sueldo de los califas abasíes. Tras su visita a Córdoba, Ibn Hawqal, con malevolencia, anotó que los andalusíes, a pesar de su primacía militar en todo Occidente, eran unos perfectos inútiles para la guerra. Detestaban la disciplina, montaban a caballo sin garbo y preferían contratar mercenarios antes que alistarse ellos mismos en el Ejército.A las autoridades, laceradas siempre por nuestra ingratitud, les sofoca ahora que vayamos a quedar mal con los aliados. Se les ve felices de usar esa palabra, casi tanto como cuando dicen escenario, apoyo logístico o posconflicto, y recuerdan con nostalgia épica (no aprendida en los libros de historia, sospecho, sino en los tebeos de hazañas bélicas) que fueron esos mismos aliados los que liberaron a Europa de las divisiones de Hitler. Lástima que en ese recuerdo se les agote la memoria, y que de tanto acordarse de la Segunda Guerra Mundial no se acuerden de la guerra civil española, en la que nuestros admirables aliados se echaron cuidadosamente hacia atrás y no se tomaron la molestia de prestar el más mínimo auxilio a la II República, a la que dejaron sucumbir al fascismo con la misma tranquilidad de conciencia con que aceptaron en 1933 la anexión de Austria y sacrificaron Checoslovaquia en 1938, imaginando no sólo que apaciguarían a Hitler, sino también que éste era un aliado incómodo y poco presentable, pero muy eficaz contra el peligro soviético. A los miembros más relevantes de ese selecto club al que ahora nos entusiasma tanto pertenecer, aunque sólo sea en calidad de porteros, la democracia española, agredida por los mismos regímenes fascistas que poco tiempo después se volverían contra ellos, les importaba tan poco que la condenaron a perecer lavándose pulcramente las manos con el pacto de no intervención, que ni HitIer ni Mussolini obedecieron nunca, y aun antes de que las tropas franquistas entraran en Madrid, Francia y Gran Bretaña y los Estados Unidos de América ya habían otorgado su reconocimiento diplomático a los vencedores. A los republicanos españoles que huyeron al sur de Francia tras la caída de Cataluña en el invierno atroz de 1939 les fue reservada la última vejación de las alambradas, el hambre y el desprecio de los gendarmes y los senegaleses en los campos de concentración. Muchos de esos republicanos lucharon luego durante cinco años más en la resistencia francesa, y cuando la división Leclerc entró en París en agosto de 1944 iba en ella una columna de carros de combate ocupados por españoles. Pero difícilmente podrían sentirse patriotas, ya que la única patria que tenían les estaba prohibida.
Sin la interesada indiferencia o el apoyo directo de las democracias occidentales difícilmente habría durado tantos años la dictadura de Franco; y para los exiliados españoles jamás fueron hospitalarios esos países, que nunca los recibieron con la generosidad de México o de Argentina, o incluso, con perdón, de la Unión Soviética: los españoles eran tipos curiosos y bárbaros que mostraban una pintoresca tendencia a matarse entre sí y que por muy poco dinero aceptaban desde principios de los años sesenta los trabajos denigrantes que luego se reservarían a los africanos y a los turcos. Recuerdo el título de un libro francés sobre nuestra guerra civil publicado en los años sesenta: La fiesta española. No es un desprecio reciente: hacia 1844, durante su célebre viaje por nuestro país, Gautier ya había dictaminado que en España, como en África, hacía demasiado calor como para que fuera viable entre nosotros el sistema constitucional. Una opinión semejante debía de profesar el aguerrido general Alexander Haig cuando hace 10 años justos, en la noche del 23 de febrero, miró un mapa para averiguar dónde estaba ese país en que acababan de dar un golpe de Estado, se sorprendió de encontrarlo no en Suramérica, sino en Europa, aunque algo esquinado, y declaró con laconismo castrense: "Es un asunto interno".
Otro asunto interno, aunque no de España, sino de Estados Unidos, será sin duda el uso de la base de Morón por los mismos bombarderos norteamericanos que devastaron Vietnam y que ahora repiten sus ejercicios de patriotismo sobre las ciudades iraquíes, arrojándoles bombas que según las noticias deben de ser más bien pompas de jabón, pues ni afectan a la población civil ni debilitan sustancialmente al ejército enemigo. Que despeguen de nuestro territorio y los abastezcamos gratis ole combustible tampoco les parecen pruebas suficientes de patriotismo al almirante López ni a nuestros aliados británicos, tal vez porque confunden el amor a la patria con el amor a las armas de fuego. No ha sido siempre así: en España, durante la mayor parte del siglo XIX, la palabra patriota quería decir partidario de la Constitución y de la libertad y enemigo del despotismo. Los patriotas eran los revolucionarios de las Cortes de Cádiz, y los serviles, los adeptos al trono y al altar, como se decía entonces. La patria no era esa interjección amenazante que parece exigir el destierro o la vergüenza de todo aquel que no comparte el entusiasmo cerril por la fuerza bruta, los desfiles y la intolerancia, sino un espacio habitable para todos y regido por la libertad y el derecho; no un trofeo militar, sino un tranquilo privilegio civil que nuestros aliados no han creído casi nunca que nos mereciéramos.
En un poema sobre Galdós escrito en el destierro, Luis Cernuda habla de una patria imposible que no es de este mundo: efectivamente no lo fue para él, que murió tan lejos de la suya, compartiendo el destino de cientos de miles de españoles a quienes los patriotas oficiales no les dejaron más posibilidad de patriotismo que el desarraigo y la nostalgia. "Mi mundo no es de este reino", decía don José Bergamín; mis aliados, los de la gente perezosa e incrédula que tiene tan poca devoción por la guerra como los andalusíes del siglo X, no son los europeos y norteamericanos que rugen como hooligans ante la trayectoria de un misil, ni los que abastecieron de armas a Sadam Husein y ahora abastecen de otras armas tal vez más caras y más eficaces a los encargados de destruir las primeras, ni los directivos de esos laboratorios alemanes y suizos que suministraban gas letal a Hitler y medio siglo después, con proverbial seriedad comercial, continúan fabricando venenos destinados al exterminio. Nuestros únicos aliados posibles son esos hombres y mujeres que en medio de la fría o tumultuosa barbarie, en multitud o en soledad, continúan vindicando la tolerancia y la razón. Débiles, aislados, sospechosos, traidores, como Gilles Perrault y como ese ministro de Defensa francés que ha tenido el rasgo patriótico de dimitir para no ser cómplice del patriotismo cruento de la guerra. es escritor.
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