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Política y ética: el ejemplo de Manuel Giménez Fernández

La figura de Manuel Giménez Fernández, político republicano de la CEDA y ministro de Agricultura de 1934 a 1935, supone para el autor la recuperación de una manera de hacer política basada en "una rigurosa identificación entre la doctrina y la praxis, aun a costa de los máximos sacrificios".

La presentación -en el palacio del Congreso y en acto presidido por Félix Pons- del libro de Javier Tusell y José Calvo Giménez Fernández, precursor de la democracia española ha constituido un merecidísimo homenaje a la figura del gran político sevillano y, sobre todo, al modelo del hombre público que él supo encarnar: atenido a una rigurosa identificación entre la doctrina y la praxis, aun a costa de los máximos sacrificios.Leí, conocí -en diálogo epistolar- y traté personalmente a don Manuel Giménez Fernández: por este orden. Efectivamente, mi primera aproximación al personaje se produjo a través del americanismo -una de mis primeras dedicaciones de historiador-, leyendo y anotando su monumental estudio sobre el padre Las Casas; al fin y al cabo, Las Casas era un justicialista del siglo XVI; La lucha por la justicia es el título del excelente libro que a su vez dedicó a la gesta del obispo de Chiapas, el gran hispanista norteamericano Lewis Hancke. Y de lucha por lajusticia habría que calificar la vida y la obra de Giménez Fernández.

Mi segunda experiencia respecto a este último partió de una carta suya; acababa yo de publicar mis breves introducciones a las Acotaciones de un oyente, de Fernández Flórez, relativas a las Cortes de la II República. Y recibí una felicitación amabilísima de don Manuel, en que me expresaba su gratitud por el enfoque que había dado a su gestión política entre 1934 y 1935. A partir de este momento se inició entre nosotros una relación epistolar ue utilicé para plantearle varios cuestionarlos con vistas a la ree dición de mi España contemporánea (Ed. Gallach). Las respuestas de don Manuel, puntuales y enjundiosas, fueron un auténtico alegato histórico, luego muy utilizado por mí -y por otros-, y que sólo han superado, dado su valor objetivo, los documentos ahora desvelados en el libro de Calvo y Tusell.

Por último, tuve ocasión de visitar a Giménez Fernández en su casa de Sevilla: en el patio cu bierto de aquella bonita mansión sostuvimos una conversación, a medias sobre temas de historia, a medias sobre temas de política. Don Manuel, convaleciente de una operación de cataratas, con servaba toda la vivacidad y el gracejo típicos del sevillano de pura cepa; sabía relativizar, con chispa e ingenio, la gravedad de los temas más profundos, ha ciéndolos llanos y asequibles; ac tualizaba la historia del siglo XVI y daba perspectiva a la del siglo XX. De aquella conversación deduje que Giménez Fernández, republicano convencido en el ambiguo conglomerado de la CEDA, había llegado a la convicción de que un régimen o una forma de gobierno determinados -monarquía o república- se legitiman por su capacidad para hacer posible la democracia en un lugar y en un tiempo determinados. Algo que hemos podido comprobar palmariamente los españoles.

Revolución desde arriba

Giménez Fernández constituye un caso extraordinario en nuestra historia contemporánea. Su adscripción a la política se hace inicialmente desde la preocupación cristiano-social de un sector del maurismo, aquel que había deducido de la mano de Ossorio y Gallardo las consecuencias lógicas de la "revolución desde arriba" preconizada por el político mallorquín. Pero es en la II República, y adscrito a la CEDA, donde despliega su esfuerzo y su doctrina -para desgracia suya, y del partido, no identificable siempre con las posiciones tácticas de éste-. Su presencia en la "confederación de derechas autónomas" liderada por Gil Robles supuso un denodado esfuerzo para lograr esa mínima solidaridad entre la izquierda y la derecha, posible sólo a través de una plataforma de auténtico centro; pero la CEDA era centro únicamente en alguno de sus elementos constitutivos, unidos entre sí en la oposición a la izquierda, pero muy distantes luego en sus propios programas. Lo más admirable del esfuerzo de Giménez Fernández -ministro de Agricultura entre octubre de 1934 y marzo de 1935- es que hubo de desplegarse entre la incomprensión de la izquierda y la resistencia suicida de la derecha instalada en su propio partido; si por una parte ponía a prueba la auténtica calidad democrática de la izquierda, por otra dejaba al descubierto la identificación de un amplio sector del cedismo con la pura reacción. Pero él jamás se apartó del camino que se había trazado y que definió ante la Cámara en memorable discurso (noviembre de 1934): "No puedo olvidar que soy catedrático de Derecho Canónico y tengo el concepto canónico deja propiedad. O sea que, como toda propiedad tiene que basarse sobre el concepto de que los bienes se nos han dado como medio para subvenir a la naturaleza humana, todo el uso de los bienes que excede de lo preciso para cubrir estas necesidades para las que la propl edad fue creada puede ser abusivo , y lo es ciertamente cuando éste coincide con un estado de extrema necesidad de otros hermanos nuestros". Todo el proyecto gobernante de Giménez Fernández -desde el vital departamento ministerial de Agricultura- apuntó a "crear el mayor número de propietarios capacitados" y, en definitiva, a conseguir que "aunque muchos que hoy tienen mucho se queden enalgo menos, todos lleguen a tener algo".

Se comprende la alarma y la resistencia de los que tenían mucho, para los cuales la política conservadora y cristiana debía cifrarse en preservar sus posiciones sociales y económicas. Es muy conocida la ariécdota: un diputado de ultraderecha, Lamamié de Clairac, replicó a GIménez Fernández, cuyos argumentos se respaldaban siempre con la doctrina social católica, que si aquello era lo que exligían los cánones de la Iglesia tendría que ir pensando en hacerse cismático griego. Y lo malo esque muchos cedistas pensaban lo mismo que Lamamié de Clairac; el propio Gil Robles, jefe del partido, se movía de manera fluctuante: aunque en principio apoyaba a su ministro de Agricultura, a la hora de la verdad hacía demasiadas concesiones a los conservaduros de su partido para evitar que éste se escindiera. Uno piensa que aquella "táctica sin estrategía", como la definió Jesús Pabón, era: totalmente errónea. Pienso -desde la lejanía histórica en que ya estamos situados y, desde luego, a la vista del documentado estudio de los profesores Tusell y Calvo, que en el trance político definido por la liquidación del segundo bienio republicano Gil Robles hubiera debido afrontar la qu:lebra de la CEDA identificándose con el justicialismo de Giménez Fernández. Pero, en lugar de ello, separó a éste del Gobierno, bien convencido de que jamás intentaría encabezar una escisión -como se la propuso el propio presidente Alcalá Zamora-, por lealtad a su jefe. Y, para mayor inri, apoyó como nuevo ministro de Agricultura al agrario Velayos, que sacó adelan.te la Ley de Reforma de la Reforma Agraria, es decir, lo que muy, justamente fue calificado de contrarrefórma agraria: negación, pura y simple, de los proyectos acariciados por Giménez Fernández.

Guerra civil

Para un historiador identificado con posiciones políticas de centro se hace sumamente patética la frustración de] gran demócrata cristiano; el patetismo culmina en la coyuntura que, a partir de la primavera de 1936, convirtió la política española en plano inclinado hacia la guerra civil. Y, sin embargo, hubo un ' ntenlo desesperado de equilibrar aquélla -para salvar la cordura frente a la demencia-, del que poco se sabe, salvo lo que en una de sus cartas autógrafas me relató el propio don Manuel: "Desde abril de aquel año, Besteiro, Maura, Sánchez-Albornoz y yo pensábamos y hablábamos sobre un posible Gobierno parlamentarlo de centro, que comprendiera desde la derecha socialista de Besteiro y Prieto hasta la izquierda democristiana de Lucia, para oponerse y combatir a la demagogia fascista y frente populista". Giménez Fernández afirma en ese mismo texto que el plan, en principio, no parecía mal ni a Gil Robles ni a Prieto; y aduce, entre otras, como causa fundamental de su fracaso el hecho de que Prieto -que hubiera debido presidirlo- carecía de mayoría suficiente en su propio partido para que éste respaldase su acceso al poder. Pero a mis ojos lo más significativo es lo que añade a continuación: "Finalmente, Gil Robles nos planteó a finales de mayo a Lucia y a mí la imposibilidad de seguir preparando una situación de centro, que realmen-, te queríamos muy pocos, pues la mística de la guerra civil se había apoderado desgraciadamente de la mayoría de los españoles". Es fácil deducir que esa mística había ganado también al propio Gil Robles.

Liberalismo

En cuanto a Giménez Fernández, su patética declaración al abandonar- definitivamente Madrid para retornar a Sevilla, ya en vísperas de la gran catástrofe, es nuevamente una muestra elocuente de lo que parece sino fatal de las posiciones identificables con una auténtica definición de liberalismo moral o de centro político sincero, esto es, convertirse en polarizadoras de las ofensivas inmisericordes de unos o de otros: "Me cabe la satisfacción de haber agotado todos los recursos para evitar la catástrofe que se avecina. Suspendo la activídad política y me marcho a mi casa, ( ... ) donde esperaré a los que vayan allí para cortarme el cuello".

Lo que resulta más impresionante en Giménez Fernández -antes y después-de la gran prueba, que, en efecto, a punto estuvo de costarle la vida- es su

fidelidad a una postura que cabría interpretar como un sincerísimo compromiso cristiano. El mismo gustaba de definirse así: "Un cristiano que quiere salvarse". "La vida de Giménez Fernández", escriben muy justamente Calvo y Tusell, "representa la adecuación entre la creencia más íntima y su realización práctica: fundamentación ética y compromiso responsabilista en política".

En la hora actual, en que se hace más y más urgente la recuperación de una escala de valores éticos ostensiblemente olvidados, para nuestro mal, el caso Giménez Fernández es un firmísimo punto de referencia: mucho más, habida cuenta de que todas lás familias políticas representadas en las Cortes le sienten suyo y a través de sus figuras más descollantes se llaman a sí mismos sus discípulos. Y es justo reconocer que, en cuanto a las normas de transación y convivencia que por fin rigen nuestra actual vida democrática, ésta se aproxima mucho más a lo que Giménez Fernández soñó como utopía que a lo que le tocó vivir como realidad.

es miembro de la Real Academia de la Historia.

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