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El color de los sueños

Antonio Muñoz Molina

Dice Leonardo en su tratado de la pintura que las sombras de las colinas se vuelven azules al atardecer. Joan Miró pinta un gran espacio azul que ocupa toda la superficie del lienzo y lo cruza en diagonal con unas palabras que se paracen a ese largo rastro blanco que dejan silenciosamente en lo más alto del cielos los aviones supersónicos: Éste es el color de mis sueños. Mientras vivía era fácil imaginar sus dedos manchados por luminosos residuos de los colores que usaba, vívidos azules, amarillos, rojos, negros de tinta nocturna de constelaciones. En Madrid, en un vestíbulo muy transitado de gente, alguien me deja un sobre cerrado y se marcha, y al abrirlo encuentro unas páginas pulcramente copiadas en ordenador en las que se habla de Vermeer de Delft, de sus azules contagiosos. El azul de Vermeer, el de Miró, el de Leonardo, es un color sereno, con luz de mediodía y amplitudes hospitalarias de lejanía y ternura El azul de Van Gogh es tempestuoso y vengativo; el de Marc Chagall también es el color de sus sueños. El de los cielos urbanos de Edward Hopper es un desolado azul de autopista, un azul indiferente y sucio de tejados que alguien mira desde la ventana de la habitación interior de un hotel que da a patios de luces y a muros de ladrillo rojizo oscurecidos de hollín. Desde esa ventana, alguien mira y siente a su espalda toda la soledad cautelosa de la habitación, que espera como un animal en guardia a que su solitario inquilino se dé la vuelta y se atreva mirarla, a enfrentarse a un vacío donde hasta hace pocos minutos hubo una presencia que ha desaparecido tras la puerta cerrada El azul de Edward Hopper es un color de despedida, es el azul que alguien ve mientras camina por una ciudad y sabe que dentro de unas horas ha de marcharse de ella.Las penumbras de Rembrandt excluyen los azules René Magritte es un espía y un perito del azul: él ha vosto lo que tal vez sólo saben con su absorta fijeza las pupilas de una lechuza: ese azul tenue y transparente que dura en el cielo frío del invierno cuando en las calles de la ciudad ya es de noche y se han encendido las luces en las ventanas. El azul de Magritte rompe el espacio geométrico del bastidor y se suma a la claridad de otro cielo pintado: las nubes surcan el aire e ingresan en el interior de la pintura. El azul del cielo se repite en el fondo de unos ojos, y al amante le da miedo asomarse a ellos: "De tu mirada emerge a veces la costa del espanto", dice Pablo Neruda. En Blue velvet, la alta y pálida Isabella Rossellini, que mira y habla y se mueve como bajo la influencia de un hipnotismo entre prerrafaelísta y pornográfico, canta iluminada por un foco suciamente azul y tiene los párpados azules, como las rameras babilónicas, que se los pintaban de antimonio. En las ciudades invernales, en las ciudades lluviosas donde la gente mira al vacío con ojos de un azul muerto, el viajero puede morirse de nostalgia no de su país ni de la abierta claridad del sol, sino de los azules con que se educó su mirada. Los matices del gris, los verdes húmedos y los ocres del Norte no pueden nunca consolarlo. A los nórdicos, acostumbrados a su azul doméstico, al prudente azul de sus porcelanas, sus moquetas y sus breves días soleados, les ocurre exactamente lo contrario: se emborrachan de azules en los países del Mediterráneo y de Oriente, reniegan de sí mismos y emprenden viajes de delirio que los llevan a descubrir las fuentes del Nilo, a transfigurarse en jeques beduinos o a vivir errantes bajo las geografías inversas de los azules del Sur y a morir sin volver nunca a los grises fúnebres de donde huyeron: Lawrence Durrell en Provenza, Graves en Mallorca, Brenan en Alhaurín el Grande, provincia de Málaga. El apátrida llegado a Europa desde el hemisferio austral siente que todas las calles y todas las ciudades son iguales y de pronto una mancha de azul le devuelve la vida: "Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad", dice Raúl González Tuñón, "y la mujer que amo con una boina azul".

Hay lugares marítimos donde el azul cunde como una epidemia, como un rastro que guía la mirada y los pasos hacia otros azules: el azul denso y reluciente de la pintura de los barcos de pesca el de los marcos y los postigos de las ventanas, el de las vigas de las casas, un azul inflexible contra la cal de las paredes, como el azul de esas manos abiertas que se ven a veces en las fachadas de Marruecos y el que fluye en penumbre desde el interior inaccesible de los patios. En Cadaqués yo he visto un azul tan obsesivo y asediante como el silbido de la tramontana. Tras un cristal estremecido se ven los azules impasibles y parece mentira que el viento no los desbarate y los retuerza como a los olivos salvajes de los acantilados. Es el azul que mira la muchacha de espaldas de Salvador Dalí, el que existía en los ojos de Joan Miró, un azul alucinatorio y catalán que sólo puede ser catalogado en sus variedades e inflexiones por la sabiduría cromática de Josep Pla. Viéndolo me acordaba de un relato de Howard Philip Lovecraft cuyo título es de una maestria que casi nos exime de seguir leyéndolo: El color que cayó del cielo. Por oír una voz elegida que pronuncie su nombre, don Pedro Salinas dice que lo tiraría todo, hasta el azul del océano en los mapas, que seguramente es el primer azul que nos conmueve en nuestra vida y el único que lo resarce a uno de haber tardado tanto en ver el mar. En el blanco y negro del cine resplandecen azules que los ojos no ven: sabemos que en París, durante los primeros días lúgubres de la ocupación, los alemanes vestían de gris, e Ingrid Bergman, de azul.

Los mejores azules son los que surgen tan inesperadamente como manchas audaces arrojadas a un lienzo vacío por la mano ebria de un pintor y los que vemos o imaginamos en algunos sueños, en las películas antiguas de navegaciones y piratas, en las novelas de aventuras: durante años, el azul más importante de mi vida fue el que vieron desde la cima de un volcán apagado los náufragos de Julio Verne en La isla misteriosa: un azul unánime y un poco sombrío que era el del Pacífico sur en el mapamundi de mi enciclopedia escolar. Ahora me acuerdo de aquellos libros y de todos los azules que guarda la memoria infiel de los ojos al abrir el periódico y encontrar en sus páginas la noticia del descubrimiento de otro azul que sólo existe en las regiones más inaccesibles de la Tierra: en las laderas del Himalaya, unos científicos acaban de encontrar la planta más azul del mundo, "un fruto tropical que es más azul que la baya más azul conocida". Un azul mágico, casi abstracto, porque esa planta, nos dice, no contiene pigmentos azules: es azul porque sus delgadas capas de materia transparente reflejan unas ciertas longitudes de onde de la luz; como en la pintura, el color sólo existe en la pupila de quien mira. Sé de exploradores que han buscado países, tesoros enterrados, ciudades perdidas; me he educado leyendo relatos de viajes en busca del Vellocino de Oro, de El dorado, de la Fuente Juvencia, del Santo Graal; hasta hoy, cuando he encontrado ese titular que era como una mancha de azul en la monótona tipografía del periódico -"Descubierta en Asia la planta más azul del mundo"- no pude imaginar que alguien emprendiera un viaje al Himalaya en busca de un color; lo han visto brillar como un metal en la penumbra de la selva, inasible como el polvo de oro que el viento dispersa entre la arena en aquella película de John Huston. Porque ese azul tampoco podrán traerlo consigo cuando vuelvan: les quedará el testimonio cada vez más inexacto de los recuerdos y de las Fotografías, y puede que alguna vez merezcan soñarlo. Así se despide uno de los azules de Vermeer cuando abandona el museo y del azul de una ciudad donde le ha anochecido sin que se diera cuenta mientras preparaba su equipaje.

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