La insensatez
La opinión pública parece dividida respecto a la guerra del Golfo, pues una parte significativa atribuye su responsabilidad a los norteamericanos. Esto no tendría mayor importancia si sólo contribuyera a crear los dos bandos enfrentados de aliadófilos contra irakófilos, de acuerdo a la tradición del neutralismo español. Pero presenta el peligro de equiparar a ambos contendientes, como si la responsabilidad de uno y otro pudiera ser comparable al situarse en el mismo plano. De ahí a que parezca legítimo comprender o disculpar a Sadam Husein y echar la culpa de todo a los norteamericanos no hay más que un paso, que, sin embargo, nunca debiera haberse dado, pues la distancia moral entre uno y otros resulta insalvable.Naturalmente, parece lógico que las denominadas masas musulmanas caigan presas de la fascinación que sobre ellas ejerce la figura del Napoleón iraquí. Y algo análogo puede suceder con muchos pacifistas occidentales que, cayendo víctimas del síndrome de Estocolmo, se ponen en contra de la gran potencia y de parte del más débil, dejándose fascinar románticamente por el buen salvaje que les parece Sadam Husein. Por si fuera poco, otra razón adicional, que afecta sobre todo a los sindicalistas y a los izquierdistas profesionales, es el viejo reflejo condicionado del antinorteamericanismo militante, heredado de los tiempos de la guerra fría. Pero hay más. De hecho, la razón más sólida para culpar a los estadounidenses es que la guerra parecía improbable, y, por tanto, sumamente evitable. Hace un tiempo casi todo el mundo se inclinaba por el optimismo razonable. Y sin embargo, el ataque aliado, en contra de todo pronóstico, terminó por producirse. ¿Cómo no sorprenderse y exigir responsabilidades a quienes lo han protagonizado sin haber sabido, podido o querido evitarlo?
Por qué nos equivocamos al estimar la salida bélica como improbable? Creo que la clave reside en que atribuimos excesivo racionalismo a Sadam Husein, dejándonos llevar de su manifiesta astucia maquiavélica. Y en esto debieron equivocarse incluso los propios estrategas norteamericanos, que apostaron sus bazas en función de los cálculos racionales que esperaban de la inteligencia del iraquí. En función de ello, mientras por un lado se le amenazaba con un castigo insuperable, por otro se le dejaba abierta una salida honorable. Ningún gobernante racional hubiera desaprovechado la ocasión de pactar. Y por eso esperábamos todos que Sadam Husein terminaría por hacerlo, estimando la guerra, en consecuencia, como improbable y evitable. Pero Sadam Husein se negó a pactar. Decidió correr el riesgo aparentemente irracional de hacerse el héroe y el mártir. ¿Por qué? No por irracionalismo, desde luego, pues, Sadam Husein no es tonto ni está loco; tampoco por una weberiana ética de las convicciones, pues cambia de creencias y dé ideología como de chaqueta. ¿Por qué, pues? Sin excluir otras razones (como el uso de la racionalidad paradójica, que apuesta tanto por la ventaja extraíble del caos como por su superior inmunidad ante el paso del tiempo), creo que la mejor res puesta la dio Pérez de Cuéllar cuando, en su último intento de mediación, explicó su fracaso diciendo que encontró a Sadam Husein "irresponsablemente tranquilo". Sadam hizo fracasar todos los cálculos racionales porque, al ser un dictador absoluto, pudo permitirse el lujo de no asumir ninguna responsabilidad por sus actos.
Si Sadam Husein es irresponsable, no es por criminalidad, infantilismo o perversión sino por la naturaleza de la posición política que detenta: la de un dictador autocrático, que le permite decir, como Franco, que sólo es responsable de su actos ante Dios y ante la historia. En particular, puesto que ha privado a su pueblo por la fuerza de toda libertad, su pueblo es incapaz de pedirle a él responsabilidades. Y así, Sadam Husein se ve eximido de toda responsabilidad: se siente libre para hacer lo que quiera porque ha privado a su pueblo de toda libertad; por tanto, es como un jugador de póquer que puede echar faroles sin freno alguno porque no se juega su dinero, sino el dinero ajeno: la vida de su pueblo y de los pueblos vecinos.
En cambio, frente a él, Bush está obligado, lo quiera o no, a responsabilizarse de sus actos. Tiene que encarnar la weberiana ética de la responsabilidad no porque se adhiera personalmente a ella, sino porque le obliga a ello la posición que legítimamente ocupa: la de un gobernante democrático, completamente limitado por sus públicos compromisos. En efecto, Bush tiene que asumir por lo menos cinco responsabilidades. En primer lugar, la responsabilidad ante sus votantes, que le juzgarán electoralmente en función de cómo haya cumplido su compromiso con la confianza que le otorgaron. En segundo lugar, la responsabilidad ante las instituciones democráticas encargadas de controlarle y limitar sus poderes (los partidos de la oposición, las cámaras parlamentarias, el Tribunal Supremo, etcétera). En tercer lugar, la responsabilidad ante la opinión pública, inexorablemente manifestada por una prensa libre y pluralista que no va a silenciar ni un solo error o fracaso. En cuarto lugar, la responsabilidad ante la confianza de los inversores, pues la tendencia de la economía depende de la estabilidad de los mercados, que son muy sensibles ante la incertidumbre. Y en quinto lugar, la responsabilidad ante los compromisos internacionales contraídos con los diferentes socios y aliados, desde Japón Israel o la nueva URSS hasta la OTAN, la CE y la ONU. Por tanto, Bush no es libre de hacer lo que quiera, sino que tiene siempre que medir las consecuencias de sus actos sobre los electores, la oposición, la opinión pública, los inversores y los aliados, asumiendo todas las responsabilidades.
En cambio, Sadam Husein no está limitado por ninguna de estas responsabilidades, por lo que puede hacer literalmente lo que quiera sin preocuparse por las consecuencias futuras de sus actos. Así, por ejemplo, Bush tiene que ahorrar tiempo y dinero, pues cuanto más dure la incertidumbre de la crisis, más se deteriora la economía mundial, de la que depende el bienestar de todos, pobres o ricos. Pero eso a Sadam Husein le resulta por completo indiferente, pues cuanto más tiempo resista, más insostenible se hace la posición de sus adversarios, y cuanto más bajo sea el nivel de vida de sus súbditos, mejor puede él someterlos y sojuzgarlos. Y sobre todo, Bush tiene que ahorrar vidas humanas, aunque nada más sea por miedo a su opinión pública, mientras que Sadam Husein puede sacrificar impunemente a todo su pueblo y a parte de los pueblos vecinos. Como es un dictador, no tiene que hacer frente a ninguna exigencia pública de responsabilidades. Pero si carece de responsabilidad política, sus actos son perfectamente irresponsables. De ahí la paradoja de que la responsabilidad de la guerra sólo pueda ser atribuida a su irresponsabilidad.
La moraleja parece obvia: no se puede comparar al gobernante democrático, obligado a responsabilizarse políticamente, con el déspota tiránico, que puede jugarse libremente las vidas ajenas. Por tanto, la única responsabilidad que cabe atribuir a los norteamericanos es la de no haber sabido prever a tiempo la criminal irresponsabilidad de Sadam Husein. En última instancia, la insalvable distancia moral entre uno y otro bando contendiente es la que separa a la dictadura de la democracia. Y aquí las responsabilidades históricas son mucho más ambiguas, pues, primero, tampoco el invadido Kuwait era una democracia; segundo, ningún país árabe es plenamente democrático (con las inciertas salvedades de Túnez, Egipto y quizá Argelia), y tercero, la responsabilidad por la falta árabe de democracia no reside sólo en la religión musulmana ni en las élites árabes, sino también en la influencia soviética y en el permisivo consentimiento del mundo occidental (anglosajón, especialmente). Tras la crisis del Golfo resultaría preciso condicionar toda cooperación con el mundo árabe al progreso de su desarrollo democratizador.
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