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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Miedo a la morfina

LA MEDICINA está en condiciones de librar del dolor, por intenso que sea, al 95% de los pacientes que lo sufren mediante la administración de fármacos opiáceos. La tecnología químico-sanitaria permite controlarlos eficazmente y minimizar sus efectos adversos, por lo que su utilización está perfectamente justificada en todos los casos en que la enfermedad venga acompañada por este afligimiento añadido.España es uno de los países donde la sanidad pública receta menos derivados de la morfina a sus enfermos. Los pacientes españoles se ven privados de estos fármacos por causas distintas de las restricciones impuestas en las convenciones internacionales sobre circulación de estupefacientes para fines terapéuticos. El problema no se plantea mientras el enfermo terminal está en el hospital, sino cuando, ya desahuciado, es enviado a su casa.

Son dos, cuando menos, las razones que explican las reticencias para la administración de estos fármacos. Primera, las trabas burocráticas -hasta tres recetas distintas que deben gestionarse en organismos provinciales-. Segunda, la desconfianza de muchos médicos de cabecera que, por desconocimiento o comodidad, mantienen a los enfermos sedados indefinidamente con analgésicos poco eficaces que no sólo no alivian el dolor, sino que, al ser recetados en dosis excesivas, acaban produciendo efectos adversos.

Y es que, además de los excesivos tropiezos burocráticos, todavía pesan sobre el colectivo médico ciertos prejuicios, a pesar de los avales científicos sobre la idoneidad de estos opiáceos. La Sociedad Española de Medicina General ha enarbolado la bandera de derribar este tabú en beneficio de los enfermos que ahora se ven abocados a afrontar el difícil y, con frecuencia, largo tránsito hacia la muerte en condiciones inhumanas. Es paradójico que una medicina que no duda en recurrir a los más costosos y agresivos medios para alargar la vida sea incapaz de resolver un problema tan elemental como administrar el medicamento adecuado en el momento más idóneo.

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El que la situación se haya mantenido durante tanto tiempo y las autoridades sanitarias hayan desoído las múltiples quejas recibidas revela su escasa sensibilidad hacia una cuestión que debería ser prioritaria: la de garantizar la máxima calidad de vida posible a los enfermos. Cuando la medicina se declara impotente para curar al enfermo y éste sólo tiene ante sí la perspectiva de la muerte, lo único que anhela es que le priven del dolor. El pupilaje sanitario del enfermo no termina tras un diagnóstico fatal. Por todo ello urge que se agilicen los trámites para recetar opiáceos, que los ambulatorios dispongan, como ya disponen los hospitales, de un depósito permanente de estos fármacos y que los médicos de cabecera puedan recetar también las nuevas presentaciones de morfina. Y, sobre todo, urge que se emprendan las acciones necesarias para subsanar la deficiente preparación de los facultativos en el ámbito de las curas paliativas mediante una formación continuada que inculque a los profesionales de la medicina su competencia en el bienestar de sus pacientes.

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