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La guerra entre los mundos

Juan Luis Cebrián

Para los ingenuos, entre los que obstinadamente me seguiré encontrando, esta guerra que ha estallado podría haberse evitado. Sólo hubiera bastado una cosa: voluntad política. Pero también para quienes, por oficio, estamos acostumbrados a darnos de bruces con la realidad, por más que nos disguste, sabíamos de las dificultades que tenía impedir la apelación a la violencia, toda vez que la violencia había sido desatada ya hacía más de cinco meses.Desde las especulaciones de Vitoria y Suárez hasta nuestros días han llovido toneladas de argumentos sobre los criterios utilizables para determinar cuándo una guerra es justa. Éste, sin embargo, parece un calificativo difícil de emplear cuando los muertos se cuentan por centenares de miles. De todas maneras, si hay algo que no admite generalizaciones es precisamente un debate así. La derrota de Hitler y las fuerzas del Eje se ve ahora históricamente justificada no sólo por los asesinatos en masa que el nazismo produjo, sino también por el largo periodo de paz y prosperidad europeas que pudo inaugurarse después. Pero cuatro décadas más tarde sigue siendo imposible justificar el empleo del arma atómica cotra las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki.

Ahora, la invasión de un pequeño país -regido por una monarquía antidemocrática- perpetrada por uno de los más conspicuos asesinos encontrables en la ya larga lista de matarifes que integra la saga de los jefes de Estado puede desencadenar un verdadero holocausto. A la hora de emitir un juicio sereno -si es posible tener serenidad en circunstancias como ésta-, no es posible olvidar el carácter de la agresión de Sadam Husein, su burla de los principios del derecho internacional, el continuado desprecio a los derechos de sus ciudadanos. La fuerza aliada encabezada por Estados Unidos ha iniciado, por su parte, las operaciones bajo el amparo legal de las Naciones Unidas y desde la decisión de unos gobernantes, la mayoría de los cuales han sido democráticamente elegidos. Pero ni el carácter carnicero del invasor conduce a suponer que todo cuanto hace y dice es inatendible, ni el legitimismo enarbolado por la fuerza internacional basta para perdonar la poca paciencia de los americanos y la nula energía de los europeos a la hora de articular respuestas acordes precisamente con esa tradición democrática. Era necesario restaurar el derecho internacional conculcado por la invasión iraquí. Y de momento lo que vemos es un gran desorden, una siembra de dolor, desolación y miseria. Desde este punto de vista, esta guerra, que puede ser legal, sigue siendo en cualquier caso inmoral.

Pero junto al sentimiento de indignación que los sucesos provocan y al justificado escepticismo que hoy puede caber a muchos sobre la verdadera condición humana, merece la pena una reflexión respecto a otros aspectos del conflicto. La involucración de Israel y el desarrollo previsible de las hostilidades hacen temer que, si estamos en los albores de una tercera guerra mundial, ésta se convierta en un conflicto entre el mundo desarrollado y lo que el islam viene significando en las relaciones internacionales en las últimas décadas. La cuestión no es baladí para un continente como el europeo, en el que millones de musulmanes -que apoyan vagamente la causa palestina- viven y trabajan, rodeados de la discriminación y el racismo. No cabe duda de que los desesperados esfuerzos negociadores del Gobierno francés hasta horas antes del final del ultimátum se fundaban en gran parte en la importancia de la población islámica de su país. No sólo son dos ejércitos, sino dos culturas, dos visiones de la sociedad, los que se enfrentan hoy en el Pérsico. Y la habilidad propagandística de Husein le ha llevado a buscar su mejor aliado en el sentimiento religioso de las poblaciones árabes. Al lanzar su llamamiento a la guerra santa estaba anunciando la guerra entre dos mundos.

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Los deseos, hechos explícitos esta madrugada por el presidente Bush, de basar el nuevo orden mundial en la Organizacion de las Naciones Unidas son del todo loables, pero por lo mismo sigue siendo más que dudoso que la guerra sea útil a esos fines. Nadie ha podido demostrar suficientemente que las medidas de bloqueo contra Irak no estuvieran siendo efectivas, y había otras vías diplomáticas no intentadas que hubieran podido ahorrar al mundo el horror que hoy se avecina. Es difícil construir un nuevo orden en el que el imperio del derecho y la legalidad se impongan precisamente desde la violencia y la ley del más fuerte, a partir de los efectos de una guerra devastadora. Y es del todo improbable que el nuevo diseño de influencias, y aun de fronteras, que se avecina en Oriente Próximo cuente con el libre consenso de los habitantes de la zona. Por lo demás, si Israel entra definitivamente en el conflicto, asistiremos al realineamiento de algunos países árabes y al surgimiento de aliados nuevos junto a Sadam Husein. Al mismo tiempo, esta guerra puede animar a los halcones soviéticos a lanzar en el interior de su país una ofensiva brutal contra las reformas democráticas que puede generar conflictos civiles de importancia,

Mucho depende en realidad de la duración de la guerra. Si ésta es corta, si no destruye vidas e instalaciones civiles en Irak, si logra desalojar al invasor de Kuwait y si no se generaliza, los efectos devastadores podrán no ser del todo irremediables. Pero si la voluntad y la capacidad de resistencia de Husein son más fuertes de lo que los americanos suponen, con el consiguiente aumento de víctimas entre las tropas estadounidenses, las consecuencias resultan del todo imprevisibles. Si Sadam ha preferido afrontar las consecuencias de su invasión antes que retirarse es porque piensa que tiene más oportunidades en la guerra que en la paz. Que puede llevar a cabo un sistema de defensa que desgaste a las tropas de la coalición, prolongue las hostilidades, avive las protestas pacifistas en los países de Occidente, desestabilice a los Gobiernos árabes aliados de éstos y fuerce, finalmente, a una negociación en la que él pueda sacar mayor tajada que con la retirada ¡condicional y absoluta de Kuwait.

Por lo demás, es infinitamente más fácil gritar contra la guerra que trabajar contra ella. El aluvión de oportunistas políticos y pescadores a río revuelto que trata de aprovechar el justificado sentimiento de protesta de la población no por esperado deja de ser lamentable. La simplificación ideológica es la mejor manera de atizar las pasiones y las banderías, precisamente en un momento en que es preciso buscar vías de apaciguamiento. Ya habíamos visto a conspicuos defensores de los derechos humanos elogiar abiertamente y sin empacho al dictador iraquí, responsable de toda clase de crímenes imaginables, simplemente por el hecho de que se enfrentaba al poderío militar americano. Los viejos clichés de la guerra fría y la visión arcangélica del Tercer Mundo -según la cual sería víctima del imperialismo occidental, pero en ningún caso del abuso, la corrupción y la crueldad de sus propios dirigentes- continúan siendo los mejores materiales de trabajo de muchos sedicentes intelectuales de nuestro entorno que, a falta de mayor ciencia y reflexión, prefieren el brillo del espectáculo a la responsabilidad del pensamiento. Resalta así la dificultad de los líderes de opinión para enhebrar en nuestro país un diálogo honesto sobre el recurso a la fuerza de las armas y el hecho mismo de la guerra. También es impresionante el olvido de que cualquier voluntad de paz sincera debe aspirar a plasmarse en principios jurídicos y en normas de derecho equivalentes a las que han sido violenta y unilateralmente conculcadas por Sadam Husein. Y se olvida, quizá con un cinismo poco confesado, que Estados Unidos no sólo está en el Golfo en una misión que ampliará el poderío estratégico de Washington. También es verdad que miles de soldados americanos van a morir para garantizar un precio de la gasolina asequible al bolsillo de los ciudadanos europeos.

No es fácil reconocer estas cosas en medio de las bombas y del duelo que hoy embarga al mundo. Pero trabajar por la paz implica honestidad intelectual, rigor moral, y ningún oportunismo político.

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