El paradigma del cálculo
"Hacer las cosas por cálculo se ha convertido en motivo de admiración", dice el autor, editor de profesión, para quien el ordenador ha ido sustituyendo el verdadero placer de editar.
"¿Tienes 20 duros?".Hace un par de décadas, la frase provocaba el gesto de llevar la mano al bolsillo. Si uno llevaba encima la suma y no era un avaro, accedía, tal vez con algún chiste o la advertencia de que los tiempos no estaban para ir repartiendo dinero.
Hoy, el gesto es otro: encender el ordenador y verificar si uno puede prestar 20 duros. Ya no lo decide uno, sino la máquina. Si la máquina niega -no porque al propio patrimonio le falten 20 duros, sino porque un complicado cómputo hecho por el ordenador lo desaconseja-, uno vuelve la mirada y, con una sonrisa desamparada, re sponde: "No, no puedo, ya lo ves".
Y el otro lo ve: mira la pantalla y lo ve. Y no puede apelar.
Hace 20 años primaban esos valores: el altruísmo, la generosidad, al igual que la lealtad, el coraje, la ecuanimidad, virtudes helenísticas o bíblicas que servían para diferenciar a los buenos de los malos, a los salvables de los condenables. Con el ordenador, máquina o símbolo, no priman los viejos valores éticos, sino el cálculo, matemático o moral.
El cálculo ha adquirido blasones de nobleza y se ha vuelto el paradigma de nuestros tiempos. Hacer las cosas por cálculo ha dejado de ser motivo de vergüenza y se ha convertido en motivo de admiración. Incluso cuando está equivocado. Salirse con la suya como sea, sobre todo por cálculo, es la característica del héroe moderno.
La moneda mide la capacidad de cálculo. Y la ciencia de la moneda es una rama de la economía, y puesto que la economía se ha convertido en la sección más importante de la prensa, el cálculo se ha convertido en la más mentada de nuestras virtudes.
Los yuppies sólo conocen las cuatro operaciones. Usan poco la multiplicación y la división, que consideran arduas. Ven las raíces cuadradas, los logaritmos y las funciones trigonométricas como cosas de brujos, o por lo menos de progres. Por ello confían en los ordenadores, que calculan sin humo ni olor.
La rentabilidad es la medida del éxito. Se come calculando las calorías, y la rentabilidad está en el comer barato, adelgazar y obtener placer. Cuando se maximiza la rentabilidad en esta delicada operación aritmética se dice que se ha comido bien. No es aventurado suponer que el yuppy triunfador sea capaz de maximizar la rentabilidad de actividades como la lectura o el acto sexual.
Cavernas y gimnasia
Pero los yuppies no difieren mucho anatómica, fisiológica y psicológicamente de los hombres de las cavernas. Sólo difíere su comportamiento, que se adecua a otra ética, la del cálculo. Su potencia física es la misma; sus glándulas secretan más o menos lo mismo; sus impulsos eróticos, de muerte, de éxito, son muy parecidos. Cambia la razón por la que hacen lo que hacen o dejan de hacerlo. Y la frustración se les acumula en una economía metabólica que suelen descuidar en aras de la rentabilidad monetaria. Hacen gimnasia, a expensas de su psique; se quedan clavados ante el televisor, a expensas de sus músculos; sufren el estrés y no evacuan su adrenalina. Sólo sueñan con la pereza, meta final del dinero.
Trivializan el mundo, lo aplanan, le quitan la libido. No pocos llegan a una aburridísima vejez dorada, pero algunos terminan en la miseria, otros se vuelven locos, y no faltan los suicidas, que suelen ser los únicos a quienes habría valido la pena salvar.
Yo fundé, y durante 16 años cuidé y llevé al éxito (incluso comercial), una editorial diametralmente contraria al cálculo. Me tomé muy en serio una frase de Carlos Barral -."no se debe editar con preconcepto mercantil"- y, viviendo permanentemente al borde del abismo, la apliqué a todo lo que pude editar. Es claro que Carlos no proponía el masoquismo económico. No se debía editar con preconcepto mercantil, pero sí se debía vender con preconcepto mercantil, para lo cual se debía tener talento comercial, distinto del talento editorial.
Durante 16 años luché por entregar a los lectores obras que a mí me parecieron interesantes -no algunas de ellas, sino todas-, soñando solamente con compartir el placer que su lectura me había deparado. Y durante 16 años, sin mucho talento para ello, intenté vender esas obras al mayor número posible de lectores. No apelé nunca al golpe bajo publicitario porque mi economía siempre fue modesta. Publiqué algunos anuncios hablando de las vicisi tudes de un editor "sin preconcepto mercantil". Llevaban por título Desde el frente de la cultura.
La palabra cultura nunca me provocó gestos raros, más propios de ciertos yuppies con alma de mafiosos, como el llevar la mano a la pistola. Tal vez, eso sí, alguna vez el término me pareciera un poco cursi, o que escondía alguna coartada bien pensante; pero, en general, la palabra cultura siempre me resultó cómoda para indicar esa categoría de cosas contrarías al cálculo con las que me sentía tan a gusto.
Las 200 obras que edité en la que fue mi editorial no fueron las únicas que di a luz. Algunas no llevan " apellido. Por ejemplo, una serie sobre las enfermedades más corrientes escritos por los médicos para los pacientes, u otra de álbumes históricos ingeniosamente ilustrados, ideas personales mías que me fueron usurpadas por unos yuppies pistola en mano (perdón, quería decir ordenador en mano. Y a propósito: ¿cuándo habrá una ley que proteja los derechos del editor?). Muchas de las obras editorialmente a mí debidas tuvieron -y tienen- gran éxito. Otras, no; pero el juego fue siempre ése, y yo siempre lo supe.
Porque un editor que edita sin preconcepto mercantil ha de saber que lo suyo es suyo no según el cálculo, sino según la cultura. Y ha de saber sonreír ante la adversidad económica y regocijarse por una prosperidad que los yuppies no conocen ni conocerán: que la moneda no mide ni la economía estudia: la prosperidad cultural de poder trabar amistad con un autor, leer sus obras y, colmo de la felicidad, editarlo.
fundó en 1974 y dirigió hasta 1990 Muchnik Editores. Hoy es director del nuevo sello Anaya & Mario Muchnik.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.