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Los últimos días

Manuel Rivas

En una conferencia pronunciada en Múnich en 1976, con el título La profesión de escritor, Ellas Canetti relató el hallazgo de una nota anónima fechada el 23 de agosto de 1939, justo una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El texto era muy breve, telegráfico: "Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuese escritor, debería poder impedir la guerra".Canetti cuenta cómo, de entrada, le irritó aquella nota. Hace falta ser pretencioso, venía a decir, he ahí alguien que sobrevaloraba de tal manera la condición de escritor que le otorgaba facultades tan extraordinarias como poder Impedir una guerra. "En los días que siguieron", explica Canetti, "me di cuenta asombrado de que la frase se negaba a abandonarme y acudía a mí todo el tiempo, y de que yo la cogía, la desmembraba, la arrojaba lejos y volvía a recogerla, como si sólo estuviese en mi poder encontrarle algún sentido".

La primera parte de esta nota que tanto fascinó a Canetti contenía una fatal profecía confirmada en días por el silbo de los obuses y el ciego resplandor de las armas de fuego. "Ya no hay nada que hacer". La siguiente oración, el supuesto de que si de verdad fuese escritor el autor de la nota debería ser capaz de impedir la guerra, adquirió para Canetti, remirada de cerca, el sentido contrario a una fanfarronada. Es la expresión de un fracaso absoluto y también de una responsabilidad. ¿Qué clase de responsabilidad? Estaba claro que eran otros, y muy identificados, los causantes de la guerra. "Es justamente esta reivindicación irracional de una responsabilidad lo que me hace pensar y me seduce del caso", señala el autor deLa lengua absuelta. Y añade: "Cabría recordar aquí que tambíen fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas de forrna consciente y abusiva, las que causaron esta situación de ínevitabilidad de la guerra. Si eso pudieron Provocar las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto?". No es de extrañar, como concluye el autor de Masa y poder, que quien frecuenta las palabras más que otros, sobreestime su capacidad, su potencial.

Fue el propio Canetti quien en otros trabajos nos dio a conocer la fascinante figura del vienés Karl Krauss. Si por él fuese, no tendría lugar la Primera Guerra Mundial. A contracorriente, cuando sonaban por doquier los tambores de la guerra, seducidos también por el zafarrancho, y por diversas ilusiones, la mayoría de los intelectuales, Krauss alerta incansable y enfebrecido contra la locura que se avecina. Cuando la guerra estalla finalmente, Krauss enmudece. Pero su silencio tiene la fuerza de una proclama. Va a dar un paso más en el desprecio a la sinrazón bélica y lo hace en público, ante un auditorio, de un modo conmovedor: "No esperen de mí ni una palabra propia. Tampoco podría decir nada nuevo, pues en la habitación en la que escribo hay un ruido horrible, y no es el momento de decidir si proviene de animales, niños o simplemente obuses. (...). Los que nada tienen que decir ahora, porque el hecho tiene la palabra, continúan hablando. ¡Quien tenga algo que decir que dé un paso adelante y se calle!".

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Por su correspondencia sabemos que en ese tiempo Krauss no sólo sufre el tormento de la guerra que no pudo evitar con vehementes palabras y sabias razones, sino también un dramático conflicto amoroso. Sidonie, una joven aristócrata, la mujer que quería siendo correspondido, estaba obligada a casarse con otro por la fuerza de las convenciones. La barbarie del mundo se entrelazaba en los adentros con el drama personal como un doloroso nudo. Efectivamente, cabe pensar para qué sirven las palabras, ya no capaces de impedir una guerra, sino tan siquiera de doblegar una convención social. Ambos dramas se enredaban de tal manera que. será el discurrir de su relación con Sidi lo que le lleve un ano después a emprender su empresa más ambiciosa, ese alegato antibelicista titulado Los últimos días de la humanidad. Son cosas que pasan en el momento en que, como diría Ítalo Calvino, el escritor levanta o baja la nariz del papel.

Ahora mismo es posible que si sintonizamos una radio o un televisor nos den la noticia de que ha estallado esa guerra. Para mi generación, la memoria de guerra tiene el formato de un videocorto. Para muchos otros, posiblemente resulte un recuerdo realmente increíble por horroroso, relegado al desván por un instintivo mecanismo de autodefensa. Y cuando otras suceden allá lejos, con el silencio cómplice del planeta, como en el Timor Este ex portugués, o a pocos kilómetros, como en el Sáhara ex español, son, todo lo más, insertos de efectos especiales en lo verdaderamente real, que es El precio justo.

Cuando se sobrepasa cierta línea, cuando el hecho desaloja al lenguaje, ¿qué hacer con las palabras? Tan leve y frágil es la materia que nutre la República de las letras que bastan unos gramos de plomo para que salte hecha pedazos. El oficio de escribir deviene tan insignificante, si cabe aún más que otro. O quizá no. Quizá conviene concordar con el viejo Canetti y proponerse la custodia de las palabras. Yo quisiera apadrinar tres palabras: ave, palmera y tamarindo.

Para crear el mito universal del paraíso, alguien que levantó la nariz se inspiró en el territorio conocido como Chat el Arab, en la confluencia del Tigris y el Éufrates. Miles de años después, el 26 de mayo de 1987, un despacho de guerra, de la guerra entre Irak e Irán, describía así la situación en esa parte del mundo: "No hay que olvidar que esta guerra se convirtió en una guerra de ingeniería civil, en la que el control de los niveles del agua, los cauces de los ríos, las canalizaciones y los movimientos de tierra son armas casi tan importantes como los aviones Mirage, los cohetes antiaéreos Hawk o los tanques T-72. Como consecuencia -y éste es un aspecto olvidado del conflicto-, se destruyó una zona de gran valor ecológico. Las marismas, palmerales y bosques de tamarindos que rodean Chat el Arab eran punto de paso obligado de las aves migratorias procedentes de la zona del Cáucaso y de los Urales. La degradación tan brutal que supusieron seis años y medio de conflicto acabó para siempre con el ecosistema de una región tan privilegiada que se localizó en ella el paraíso terrenal" (EL PAÍS, 26 de mayo de 1987).

Levanto la nariz del papel y veo Chat el Arab, las aves que atienden el reclamo secreto,de los ciclos, la majestad vegetal de los palmerales, las espigas doradas de los tamarindos, y quizá un viejo que da de beber a un asno y le acaricia el lomo y le dice palabras cariñosas. Y ahora bajo la nariz y escribo aprovechando la escasa luz del invierno, con letra menuda. Ave, Palmera y Tamarindo. Y luego doy un paso adelante. Y callo.

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