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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Final de etapa

CASI UN año ha durado la resistencia, también la agonía, de Alfonso Guerra antes de tomar la decisión que ayer anunció en Cáceres. Como reconoció ante los socialistas extremeños, su continuidad en la vicepresidencia estaba suponiendo una enorme erosión para el Gobierno. Ello era evidente desde hace mucho tiempo para todo el mundo, incluyendo seguramente a Felipe González. Pero las complejas relaciones de lealtad entre las dos principales figuras del socialismo español contemporáneo, y el reflejo de esas relaciones en las estructuras internas del PSOE, retrasaron la adopción de una decisión que a las personas sensatas parecía inevitable. Habiéndose cerrado en falso el escándalo suscitado por las revelaciones sobre el súbito enriquecimiento del hermano y hombre de confianza del vicepresidente, iniciativas como la remodelación y reforzamiento de la autoridad del Gobierno -en nombre de la cual fueron adelantadas las elecciones legislativas de 1989- fueron aplazadas a la espera de una coyuntura favorable. Así, problemas que en otras condiciones hubieran tenido soluciones no demasiado complicadas fueron enquistándose a la espera de ese momento óptimo que no llegaba nunca.Ahora nos encontramos en la expectativa de una posible guerra en el golfo Pérsico, ante síntomas de una recesión económica bastante seria y en unos momentos en los que tiende a ensancharse la distancia entre la percepción de la realidad por los gobernantes y por la sociedad. En su conjunto, una situación que hacía materialmente imposible mantener por más tiempo la ficción de que el mero transcurso del tiempo iría resolviendo dificultades que requieren de un Ejecutivo cohesionado y con capacidad para suscitar amplios consensos sociales y políticos. La salida de Guerra del Gobierno se había convertido en una condición previa para la adopción de decisiones inaplazables, como así han acabado por entenderlo el propio interesado y el presidente del Gobierno.

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En cualquier caso, la responsabilidad de Alfonso Guerra en el bloque de poder socialista no será, a partir de ahora, asunto de poca monta en su calidad de vicesecretario general del PSOE, cargo que adquiere automáticamente una nueva dimensión en la medida en que el secretario general, Felipe González, seguirá fuertemente absorbido en sus tareas de gobierno. La complicidad política entre ambos sigue siendo, pues, una necesidad perentoria para que todo funcione en el PSOE. Son dignas de elogio las palabras del vicepresidente en Cáceres cuando afirmó que "la dirección del PSOE y los militantes en su conjunto han mantenido un apoyo total al Gobierno socialista y a su presidente. Así ha sido, así debe ser y así seguirá siendo en el futuro, pese a quien pese".

En cuanto a las consecuencias del cese del vicepresidente en la composición del Gobierno, todo indica que estamos en una operación con dos fases -que hace buenas las palabras de González pronunciadas en el 32º Congreso del PSOE sobre la autonomía del Gobierno-, González se ha inclinado por dar un carácter único y especial a la dimisión de Guerra y no restarle protagonismo diluyéndola en una remodelación más amplia. Incluso es posible que el Presidente decida aguardar unos días en situación de provisionalidad (aprovechándolos para analizar las reacciones del PSOE y de la propia sociedad ante la dimisión de Guerra), evitando de momento el nombramiento de otro vicepresidente o dividiendo las tareas propias del cargo entre dos ministros pertenecientes a las áreas política y económica.

Si ello es cierto, también lo es que una profunda remodelación, con toda la calma que sea necesaria, se hace inevitable. Por dos razones: porque ante coyunturas complicadas -como lo es la actual escena política mundial- la sociedad necesita saber que tiene a su disposición al mejor y más completo Gobierno, ya que este partido no debe jugarse con 10 jugadores. Y porque con la desaparición de Alfonso Guerra del Gabinete no sólo acaba la etapa de un gobernante: finaliza también, al menos parcialmente, un modo de gobernar, una manera de relacionarse el Gobierno consigo mismo, con el partido que lo sustenta y con la oposición. En realidad, los socialistas se enfrentan a la tarea de reinventar en buena medida los equilibrios, los estilos, las liturgias de su poder.

En relación a la discusión sobre si la decisión llega demasiado tarde para superar el deterioro de la imagen de los socialistas, reconocido ayer por el propio dimisionario, no conviene olvidar la reciente experiencia del Reino Unido. Los conservadores, que estaban hace tres meses al borde del colapso, han remontado vertiginosamente posiciones tras la dimisión de Margaret Thatcher y hoy superan a los laboristas. Más vale tarde que nunca. Reconozcamos a Guerra el mérito de haber acabado reconociéndolo.

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