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Cebú

EL PAÍS prosigue con la publicación de fragmentos inéditos de Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma, diario cuyo texto completo aparecerá en las librerías en las próximas semanas. En este fragmento, el autor muestra su fascinación por Filipinas, un país de aguas jade, tierras cubiertas de campos de caña, maizales y cocoteros, pero también un país donde "las entrepiernas no apestan a rancio". Evoca el poeta asimismo su entusiasmo por la ciudad de Cebú, con su puerto bullicioso perfumado de copra.

Llego a casa de Pando más que dispuesto a dormir la siesta. En la sala se precipita sobre mí una señora madura y sin pintar, calzada de unos extraordinarios calcetines, que me besa húmedo a dos carrillos.La señorita Teodora me enseñó a leer cuando yo tenía cuatro años. Me enviaron al colegio un año después y la perdí de vista para mi desesperación, pues la quería mucho; en el colegio, además, me separaban de mi hermano y se me hacía un nudo pertinaz en la garganta. La señorita Teodora Mesa entró Teresiana y marchó a Filipinas. Ahora me pregunta qué ha sido de mí en todo este tiempo. Doy razón de mis padres, de mis hermanas, una a una, de mi hermano: noviazgos, matrimonios, nacimientos, viajes...

-Ya sé -me dice- que eres abogado y poeta.

Y yo reconozco que la horrible descripción es por completo exacta.

Saltando de isla en isla

Sentado en el sofá con la cara pegajosa, no sé si del sudor o de los besos de la señorita Teodora, rabiando por ir a dormir, atisbo los extraordinarios calcetines y pienso que yo adoraba a esta persona, que tenía ciega confianza en ella, que vivía en ella. Me pregunto qué ocurriría si tomase su pregunta al pie de la letra y de verdad le contara qué ha sido de mí en todo este tiempo.

De isla en isla era el título español de una película con Marlene Dietrich y John Wayne. Lo más agradable de estas dos semanas han sido los rápidos saltos sobre la tierra y sobre el mar, algunos en avioneta y tan breves que apenas daban tiempo de fumar un cigarrillo.

Adagios of islands. Siempre, cuando estoy en lo alto sobre el mar y la tierra, me viene a la memoria este verso de Hart Crane que ahora me parece muy bueno, de recordarlo tantas veces. Ver hundirse la tierra, sumirse sus caminos, sus espesuras y sus bajíos arenosos entre las aguas de color de jade, matizándolas, jaspeándolas, y verla surgir de nuevo densamente verde, resbalada de canales que chorrean según ella se incorpora, ondeante de campos de caim, maizales y cocoteros, encharcada de manglares. Y otra vez el mar, las empalizadas de bambú de las artes de pesca.

El verso de Crane va bien con los suelos en esos aparatos diminutos. Mucho más que del motor, uno se siente suspenso de las alas, llevado de una oscilación continua y suave, como si volase en una mecedora sobre el mar y la tierra, juntos o alternativamente presentes donde quiera que uno mire. Nunca el mar solo ni la tierra.

Impaciencia casi histérica por estar en Manila. Cada nueva etapa del viaje, cada pasaje de avión que no se confirma o la posibilidad de un retraso me desquician. No puedo parar quieto. Dos largas semanas de dormir sin nadie me tienen salido.

Mañana vuelo a Davao. Y dentro de tres días a Manila, eso parece seguro.

Bajo a desayunar con mis maletas ya cerradas. Hay tiempo de sobra y Pando me lleva a dar una vuelta por el puerto. Después de la agonía de lloilo y de la indiferencia de Bacolod, la capital del sugar trade -una población intercambiable y transferible-, me entusiasma la animación del Cebú downtown, que es aún en mucha parte una ciudad factoría de la primera mitad del siglo XIX, y su absurda fortaleza colonial y sus tiendas pintadas de colorines, el espeso bullicio del puerto, barcos cargando y descargando, nubes de estibadores en los muelles, chinos innumerables en las calles cercanas. Los grandes portones de las bodegas están abiertos y el denso olor delicioso de la copra es el olor de la ciudad. Pando me propone una visita al mercado y veo que lo propone por su cuenta. Me guía feliz, tan feliz como yo, entre el hacinamiento de gentes, retales, ropas hechas, fardos de tabaco, huevos balut, patos y gallinas y cuanto Dios crió, en un calor que nos sumerge afectuosamente. Está muy cerca el mar y su aliento se aspira con el aroma de la copra y con el buen olor a sombra, retraído y penetrante, de los cuerpos de aquí -un país donde las entrepiernas no apestan a rancio y nadie huele a sobaquina-. Mi gusto por los malayos me embriaga. Respiro esta multitud, me pierdo en ella con delicia, miro la agilidad tranquila de los jóvenes, la resignación de las viejas sentadas en el suelo, vestidas de mestizas, en quienes la vejez parece consistir en una acumulación de vida inmóvil. Y todos los ojos son los mismos.

Lo que a Pando le interesa son los puestos del pescado. No para comprar, o no sólo para eso, sino para abarcar con la mirada el frondosísimo bodegón de formas, colores y matices, ojos saltones, branquias, agallas y tentáculos. Me pregunta si me gusta y ya tranquilo, cuando le digo que mucho, va señalando cada variedad, diciéndome su nombre y su equivalente más o menos cercano entre el pescado del litoral español. Ha sido un atracón para los ojos y el olfato. Subimos a la furgoneta sudando, cansados y contentos como si hubiéramos cometido un exceso; creo que los dos nos sentíamos de verdad amigos.

Pando es un viejo adorable por quien es imposible no sentir afecto y aprecio desde el primer momento. Su expresión de buen can envejecido, no de perro de presa, sino de perro de guarda, resume perfectamente su sentido común y su honradez. Fornido, chaparro, los ojos redondos, el pelo áspero estriado de blanco que le cae en mecha -casi de un modo muchachil-, el vello rizado y canoso asomándole por la abertura de la camisa, la cara arrebolada, da una agradable sensación de virilidad y de torpeza cariñosa. Cuando se sienta y abre los muslos deja descansar sobre el borde de la silla dos irrefutables testigos de bulto, bene pendentes.

Historias anticlericales

En Mactán, mientras esperamos a que llamen mi vuelo y a propósito de la pésima opinión que me formé de los frailes recoletos en San Carlos, ironizo a cuenta del timo de las Misas -y de las Misiones- que es la cuestación del Domund en Espafia. Pando, apaciblemente anticlerical, me da un repaso a todas las historias que conozco desde el día en que llegué a Filipinas y que a fuerza de oírlas variar de un narrador a otro ya no sé hasta qué punto son o han sido exactas. Los jesuitas tienen una casa de empeños en Manila y controlan una gran parte del negocio cambiario en Hong Kong, los dominicos monopolizaban en Shanghai el negocio de alquiler de rickshaws, los recoletos son los mayores accionistas de Cervezas San Miguel, más importantes que los Soriano y los Rojas, etcétera, etcétera, etcétera... Luego me cuenta una historia muy divertida.

Hace 30 años, durante una gira de vigilancia del acopio, Pando se hospedó en casa del cura de Escalante. Hospedarse en el convento -se llamaba así porque el cura no era cura sino fraile- lo hacían siempre los empleados de la Tabacalera: el convento es el edificio más importante del pueblo y el que mejor conviene a la dignidad del español. Cayó en vísperas de la fiesta del Santo Niño de Cebú y el fraile le animó a que se quedase; preparaba un banquete por todo lo alto para después de la procesión y tenía invitados a los otros frailes y a los kastilas (los españoles, en todas las lenguas Filipinas) de los alrededores, que entonces eran todavía numerosos, y a los mestizos ricos. Del oficio solemne y de la procesión no recuerda nada Pando, pero el banquete fue memorable, hubo de todo, duró horas y se comió, se bebió y se cantó hasta perder el sentido -el sentido de la realidad al menos-. La sala era inmensa, los muros de piedra y el fraile era vasco y no pudo reprimirse: retirada la mesa, armaron allí mismo un partido de pelota a mano, y en la gran algazara el fraile trompicó, dio con los huesos en el suelo, se rompió un brazo y acabó la riesta.

Pando volvió a Cebú dejando a su anfitrión entablillado y encabestrillado y al cabo de un mes marchó de vacaciones a España. En Comillas, en casa de su madre, dio una tarde con una de esas revistillas meapilas por el estilo de Todos Misioneros y leyó pasmadísimo una emocionada reseña de la solemnidad en Escalante, del fervor eucarístico, los centenares de comuniones y primeras comuniones, conversiones seguidas de bautizo e incluso dos o tres curaciones milagrosas, entre las cuales quizá figuraría la del fraile, que venía fotografiado con ambos brazos en buen uso y de cuyo accidente nada se decía.

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