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Tribuna:
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¿Euskal Herrian euskaraz?'

Es decir, ¿en Euskal Herria, en euskera? Lo que aquí va entre interrogantes, en mi país se escribe sin ellos. Lo mismo podría ser una aseveración que un imperativo, tanto puede designar una realidad como un deseo. Pero quienes (igual da naturales que inmigrantes, nacionalistas o no), aun sin conocer este idioma -la inmensa mayoría-, nos sentímos vascos, damos en seguida con el sentido de aquella proposición. Precisamente porque no refleja un hecho predomiríante, la sentencia expresa ante todo una aspiración... cuando no una simple aunque velada coriminación.¿No sería bueno preguntarse por los fundamentos de un desiderátum tal que, según cómo se enuncie, más suena a una orden? Parecerá mentira que, en asuntos de lengua, tanta gente sensata no diga ni esta boca es mía. Y es que esa gente sabe que mostrar en este punto la mínima perplejidad no contribuye a ampliar el número de sus amigos. Por eso es de agradecer el aireamiento de polémicas como la recientemente mantenida por los profesores Gómez Pin y Juaristi, en estas páginas Pues a la postre, cuando calla la crítica, son el puro prejuicio y una política de ocasión los que -aupados a la dignidad de metafísica de andar por casa- acaban tomando la palabra.

Así que atrevámonos a decir que, en Euskal Herria, el euskera ostenta el rango de cuestión tabú, que muchos hacen como que respetan, pero en que muy pocos creen. Se presenta como uno de esos supuestos intocables, una exigencia evidente a la que casi nadie está dispuesto a mirar a la cara para no incurrir en delito de desacato. De modo que dejarrios correr la consigna por si acaso, y ésta -a fuer de repetida- se instala en la conciencia colectiva en forma de algo tan connatural como el sirimiri. Lo que pocos ciudadanos se toman en serio ha adquirido, gracias a la complicidad temerosa o disimulada del resto, carta de ciudadanía. Si somos sinceros, se trata de una reivindicación proclamada con la boca pequeña y a ritual fijo. No habrá acto público, convocatoria, manifestación, folleto o cartel en el que no figure el euskera..., por escasa clae sea la porción de asistentes, convocantes, manifestantes o lectores que lo entiendan. Pero una especie de conformismo, hecho de mala conciencia, respeto, sumision cansina y hasta de buen tono, protege la visible incongruencia. Tal parece como si éste fuera uno de los precios convenidos que pagar por la sangre derramada en y desde Euskal Herria. .. Sea como fue re, y más allá de la indudable presencia viva (si bien minoritaria y muy desigualmente repartida) del euskera, casi todo lo que le rodea hace pensar en una gran representación. Una ficción colectiva de la que unos y otros somos actores o espectadores, más o menos voluntarios o forzosos. Un colosal desajuste entre la verdad que se predica y lo que de veras hay.

Habrá, desde luego, quien a estas alturas del escrito haya pronunciado ya mi inapelable condena. A ése ¿cómo convencerle de mi admiración por los euskaldunes de verdad, viejos o nuevos, y de mi total respeto hacia sus derechos cívico-lingüísticos? ¿Cómo explicarle que, si pongo en entredicho la tarea de recuperación del euskera (o sea, de conversión de una sociedad preponderantemente monolingüe en otra bilingüe), se debe ante todo a la hipocresía social que parece suscitar y al espíritu que confiesa inspirarla? ¿Que lo verdaderamente preocupante es el desde dónde de ese esfuerzo de recuperación, los enunciados que lo avalan, los principios que se difunden para legitimarlo?

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Hasta donde uno alcanza a ver, son dos los planteamientos que tratan de justificar la reanimación de un euskera en trance de desaparecer. Si se distinguen (lo que no siempre es fácil), será por su diverso grado de virulencia: de lo que el uno sostiene pacíficamente, el otro es la plasmación radical y violenta. El primer discurso -sin duda bienintencionado, ingenuo, se diría que nostálgico- fue también el mío un día. Dice que la lengua constituye un patrimonio histórico-cultural definitorio de la identidad de un pueblo, que sería grave responsabilidad dejar extinguir. El otro mantiene lo mismo, pero esta vez puesto al servicio de un programa político para el que la normalización del euskera se erige nada menos que en condición indispensable (junto con otras) para la paz. A mi entender, ambos apelan a principios insostenibles; si el uno peca de falsa abstracción, el otro cae de lleno en lo aberrante. Y es que ninguno de los dos se asienta en el único fundamento digno de rehabilitar la vieja lengua: la voluntad libre y eficiente de los habitantes de Euskal Herria.

Pues si la le ngua fuera expresión de un Volkgeist, depósito de una particular visión del mundo -como querían los románticos-, habría que aceptar su progresivo languidecimiento como prueba del deterioro de aquel espíritu y aquella visión. ¿De qué valdría empenarse en vestir al empleado de nuestros días con las ropas de cuando fue campesino? Pero, si la lengua es ante todo el vehículo de comunicación por excelencia, entonces no tiene otra realidad que la encarnada en los individuos que en ella se comunican o desean comunicarse. Y es desde ellos y por ellos mismos como habrá que decidir la suerte de la lengua, en lugar de decidir desde un presunto destino eterno de su lengua la suerte de aquellos individuos. Invocar las esencias es recurso gratificante al sentimiento, pero aboca en el riesgo seguro de desdeñar lo real y plegarlo, quiera que no, a la Idea. La lengua no es patrimonio de un pueblo (y menos si en buena medida ya lo ha gastado), sino aquello a partir de lo cual puede tal vez constituirse un pueblo y su patrimonio. La historia no se deja recomponer a nuestro arbitrio ni ser despojada de los periodos que nos disgusten. Salvo que las hipostasiemos, ni ella ni la lengua son sujetos de derechos, sino los individuos vivos, sus hablantes y filohablantes. La antigüedad, por lo demás, podrá ser un valor para anticuarios, arqueólogos y conservadores; en derecho, siempre estará subordinada a otros valores más sustantivos.

Gustan algunos de calificar al euskera como lengua minorizada. Insinúan con ello que su actual postración resulta de indebidas presiones ajenas, emanadas de una malévola voluntad que buscaría con premeditación el genocidio lingüístico. Pero un reproche por cierto aplicable a los peores tiempos franquistas (y que en modo alguno alcanzaría a explicar lo que tiene causas más hondas y más lejanas) no vale para todas

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Aurelio Arteta es profesor de Ética de la Universidad del País Vasco.

'¿Euskal Herrian euskaraz?'

Viene de la página anteriorlas épocas. De ahí que cuando el Gobierno de Navarra, en días pasados, deniega su licencia a la única emisora de radio dirigida al tanto por ciento de su población vascohablante, comete más que una arbitrariedad: con ese acto, por excepcional que sea, refuerza aquella tesis de la minorización que de otro modo no hallaría soportes capaces de verificarla. Y es que en mi país abundan las falsas víctimas, que ocupan sus conciencias en rumiar presuntos ultrajes y exigir inmerecidos desagravios. Por tanto, a menos que sigamos a la caza de sus falsos verdugos, habrá que afrontar la presente situación del euskera desde otros puntos de partida.

El único euskera real es el que hoy se habla, lee y escribe entre los vascos. El otro sólo está en la historia y en los libros de historia, en la gramática, en la toponimia... y, para nuestra desgracia, en la retórica. El euskera será para siempre la lingua navarrorum, pero ya no es la lengua propia de los navarros (mucho menos de los alaveses, algo más de vizcaínos y guipuzcoanos). Podremos lamentarnos de su progresiva decadencia, aunque no sería la primera ni la última lengua en desaparecer desde que el hombre rompió a hablar. Los lingüistas saben que las lenguas tienen, como cualquier organismo vivo, su propio cielo vital; y no seré yo quien asegure que la que fue sobre todo de nuestros antepasados haya cumplido el suyo. Mas la pregunta finál brota ineludible: la prolongada crisis del euskera ¿es señal de que se resiste a morir o de que se resiste a vivir?

Los más arriscados, quienes propugnan a la trágala una vuelta al euskera, dan la impresión de apoyarse en un silogismo implícito. Como cada nación tiene derecho a constituir un Estado -vienen a pensar-, y no hay nación que no sea hija de su lengua particular, toda nación que aspire a su soberanía política deberá poseer o recuperar su lengua. Si las premisas de tal razonamiento me parecen teórica y empíricamente inconsistentes, más tramposa aún resulta su conclusion. Su petición de principio consiste en proclamar el deber de recuperar lo que en el concepto de nación y en sus hipotéticos derechos se daba por poseído. O, lo que es igual, en un caso comparece la nación ideal y en otro la nación real.

Pero, con ser ya hiriente degradar la lengua a la condición de mera palanca de fines políticos, el carácter sectario de determinados objetivos a los que hoy se le fuerza a doblegarse en el País Vasco convierte esa concepción instrumental en más inadmisible todavía. Pues no es cierto, como escribió Tovar y aún postulan ciertos bienpensantes, que "el camino de la paz en las provincias vascas y en España pasa hoy por la política lingüística". Eso sería lo mismo que sostener, con todos los matices que se quiera: primero, que aquí hay una comunidad que, si no de lengua vasca en su conjunto, ansía desde luego y con franqueza llegar a serlo; segundo, que tal comunidad ve institucionalménte -reprimida su expresión lingüística habitual o deseada; tercero, que la lucha armada de ETA es fruto y ga rantía de la resistencia frente a ese atropello, y cuarto, que los no euskaldunes somos corres ponsables, junto a españolistas de toda laya, de que esta tierra siga condenada a la guerra. Ningún ciudadano vasco en sus cabales admitirá una sola de semejantes proposiciones. En el mejor de los casos, y más si ha sobrepasado la mitad de su existencia, juzgará que argucias como ésas ya le han robado demasiados años de su vida. En el peor, que nunca tan pocos habían matado a tantos por causa tan fantasmal.

El euskera, pues, será línea de sutura entre los vascos únicamente para quienes hayan resuelto de antemano que sea su línea de fractura. ¿No ocurrirá entonces que normalizarlo constituye para algunos un requisito para la secesión y que es ésta, y tan sólo por ésos, la que se reclama como condición de la paz? ¿No será que el abertzale separatista, desprovisto del suficiente respaldo lingüístico, se siente como desamparado en sus últimas pretensiones y experimenta su patriotismo con mala conciencia? ¿Que, a falta de raíces suficientes, se impone una mayor radicalidad? Pienso a menudo que el más grave problema de Euskal Herria, contra lo que pueda suponerse, es que no tiene problema particular grave. Por eso se hace preciso a toda costa crearlo. Y al euskera le ha tocado aparecer como el más decoroso de sus emblemas.

Pero ¿acaso no es un hecho palpable que en Euskal Herria se da una generalizada conciencia de su diferencia? Sí, y en eso estriba justamente su verdadera diferencia. ¿Que mantenemos cierta voluntad de distinguirnos? Claro, y tal es nuestra principal distinción. Sólo que ni aquella diferencia ni esta distinción pueden, hoy por hoy, sustentarse legítima ni prioritariamente en el euskera como lengua propia y viva (siquiera como anhelo) del conjunto de los vascos. En su lugar, subsisten rasgos bastantes como para dotarnos de una cierta identidad colectiva sin necesidad de inventar otra imaginaria. ¿Basta con ello para originar una conciencia nacional específica? Si miramos el reparto ideológico de la población, a la vista está que sí. ¿Bastaría para exaltar no sé qué sacrosantos derechos y hasta la soberanía política? La conciencia general vasca -y no hay en este mundo ni en el otro autoridad capaz de suplantarla- parece responder que no. Dixi et salvavi animam meam.

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