El sueño americano
Cuando Francis Scott Fitzgerald muere, el 21 de diciembre de 1940 con el corazón roto -en todos los sentidos- y ahorrándose el último sarcasmo de alguien que le deseara una feliz Navidad, hacía años que para la mayoría de sus lectores y para todos sus editores era ya un cadáver viviente. Después de su muerte, aparte de la losa convencional, otra losa, ésta de silencio, cayó sobre él y sobre su obra. Europa estaba en guerra y poco tiempo después también los Estados Unidos. Al terminar aquella guerra el mundo literario se alejó radicalmente de la época y los sentimientos que Fitzgerald y sus novelas parecían representar. En la empobrecida y dogmática Europa de posguerra no había lugar para lo que muchos ignorantes e intransigentes mentores culturales de aquellos años llamaban la frivolidad y la irresponsabilidad del autor de Suave es la noche.La fama
El compromiso político, la literatura de denuncia o social, Sartre o Neruda, parecían ser las única opciones que un escritor podía elegir. En cuanto a Estados Unidos, donde siempre ha habido hambre de novedades y variadas sensaciones, Norman Maller o Truman Capote ocuparon pronto el espacio que él había dejado libre. Pero Scott Fitzgerald, que a lo largo de su corta vida había tenido unas tormentosas relaciones con la fama y el éxito, no tardaría muchos años en resucitar y volver a alcanzar ventas millonarias. Salvo que ahora ya no estaría él para derrochar otra vez el dinero. Su vida, tan parecida a sus novelas o al revés, había esta do presidida siempre por estos altibajos de la fortuna.
Nacido en Saint Paul (Minnessota) en 1896, y en el seno de una familia venida a menos, llegó a ser un estudiante conocido en Princenton -más por sus extravagancias y su personalidad que por sus méritos académicos o deportivos-. A los 22 años abandonó la universidad para partir hacia esa gran aventura que parecía ser la I Guerra Mundial, pero todo quedó en unos meses aparentemente perdidos en un campamento militar de Alabama. Sin embargo, allí, en aquellos meses y vestido de uniforme, iba a tener lugar el encuentro que marcaría toda su vida. Era una bella, joven y excéntrica sureña llamada Zelda Sayre. A partir de ese momento, de una u otra manera, todo el resto de su vida no sería ya otra cosa que el prisionero de Zelda.
Entonces tenía casi todos los ingredientes que forman el gran sueño americano: juventud, talento, ganas de triunfar y una mujer guapa con la que pronto podría casarse. Sólo faltaba algo absolutamente decisivo para alcanzar ese sueño, y ese algo era el dinero. Pero pronto llegaría.
A los 24 años la publicación de su primera novela, A este lado del paraiso, le daría mucho dinero y, sobre todo, fama. Las revistas se disputaron sus relatos pagando cantidades astronómicas. Los astutos productores de Hollywood, con su olfato para el éxito, pusieron sus ojos en él y compraron varias de sus historias. Ahora sí, el sueño era completo,tenía éxito, dinero y la mujer a la que siempre había querido. Ya podía emborracharse en el bar del Ritz en París o tostarse al sol de la Costa Azul, esquiar en Suiza o producirle una envidia -por lo visto incurable- al joven Ernest Hemingway.
Sin embargo, muy pronto su talento y facilidad para escribir empezaron a resentirse de los excesos. Tanto él como Zelda vivían y bebían demasiado y demasiado deprisa. Sus borracheras y sus escándalos, que al principio eran perdonados, empezaron a restarles amigos y por otra parte no había nunca dinero suficiente para aquella insaciable máquina de despilfarro que la pareja había inventado.
Luego llegaría la locura de Zelda y sus costosos internamientos en diversas instituciones psiquiátricas, en una de las cuales moriría trágicamente en 1948.
El derrumbe
En cuanto a Scott, convertido en un derrotado escritor a sueldo y malgastando lo que le quedaba de salud y de dinero en sus últimas borracheras de Hollywood, nadie mejor que él mismo nos ha dejado un desolado y lúcido testimonío, en, la que para mí es una de sus obras maestras, las páginas autobiográficas tituladas en castellano El derrumbe. Después de aquel derrumbe vendría la muerte y, como antes señalaba, el olvido. Pero era muy difícil que una mujer tan inteligente y tan mezquina a la hora de elogiar como Gertrude Stein, que había profetizado: "Se leerá a Scott Fitzgerald cuando muchos de sus contemporáneos estén olvidados", pudiese equivocarse.
Más dificil aún, que el gran crítico literario del siglo XX -aparte de uno de sus poetas fundamentales- T. S. Elliot, que había escrito a propósito de El Gran Gastby.- "Su novela me ha interesado más que cualquier otra, inglesa o norteamericana, que haya leído desde hace muchos años", también hubiese fallado en sus apreciaciones.
No ha sido así, y a partir de los años sesenta la obra de Scott Fitzgerald volvía a ocupar el lugar que siempre mereció, y su autor a ser considerado lo que siempre había sido: uno de los verdaderarriente importantes narradores de nuestro tiempo.
Cuando murió sólo tenía 44 años y había escrito algunas de las mejores páginas de la literatura contemporánea. Sólo tenía 44 años, pero como para Gastby "todas las fiestas ya se habían acabado".
Babelia
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