Parálisis aguda
SEGÚN ALGUNOS, Felipe González no prescinde de Solchaga porque no quiere y de Guerra porque no puede. Puede ser eso o lo contrario, pero el hecho es que, un año después de unas elecciones que fueron adelantadas con el argumento de la conveniencia de reforzar la autoridad del Ejecutivo para hacer frente a los problemas asociados al nuevo escenario europeo, la renovación del equipo gubernamental sigue sin producirse.Cualesquiera que sean las intenciones últimas del presidente, no parece arriesgado deducir que el caso Guerra ha influido decisivamente en que ellas no hayan llegado a plasmarse. Pues una vez el escándalo en la calle, cualquier decisión de González hubiera sido interpretada bien como un desaire a su acosado número dos, bien como un castigo a quienes presionaban en favor de una redistribución del poder retenido por el vicepresidente. La demora puede ser consecuencia, entonces, de su temor a que cualquiera de las dos opciones tuviera efectos desestabilizadores sobre las relaciones entre el Gobierno y el partido que lo sostiene, lo que habría reducido su propia capacidad arbitral y de liderazgo. Y como el mantenimiento, de ese equilibrio y preservación de tal liderazgo son para el partido gobernante objetivos anteriores a cualquier otro, la situación tiende a perpetuarse mediante un tácito consenso. Pero el precio es la parálisis aguda.
Sin embargo, ello no es la consecuencia natural de factores inevitables, sino de un determinado modo de concebir el ejercicio del poder. Una concepción según la cual la concentración de la capacidad decisoria en la cúpula es el principal, si no único, factor de cohesión política. Ese modelo, que pudo tal vez estar justificado en su momento (por la naturaleza heterogénea de los grupos que se iban integrando en un PSOE en plena renovación ideológica), es hoy indefendible tanto desde los principios democráticos como de los criterios funcionales.
Si todo depende de las relaciones entre dos personas, basta cualquier pequeño desajuste para que todo el mecanismo quede encasquillado. Si, según Semprún, en los Consejos de Ministros no se habla de política (lo que explicaría patinazos como el del catastro) y el presidente considera que la remodelación del Gobierno no es un asunto importante (o en todo caso es menos urgente que sus compromisos internacionales), se está transmitiendo la idea de que la política es un asunto reservado para el número uno, siendo secundario quiénes sean sus colaboradores del momento. Y no es ése el diseño establecido por la Constitución.
El permanente recurso al arbitraje presidencial favorece el ensimismamiento del propio Felipe González: que acabe convenciéndose de que, efectivamente, su condición de depositario casi exclusivo de la capacidad de decisión le hace indispensable para garantizar la estabilidad política. La cosa se agrava por el hecho de que desde que estalló el escándalo Guerra da la impresión de estar en una onda diferente a la de las preocupaciones más inmediatas de la gente.
Su reciente afirmación de que no existe ningún asunto significativo de política interior que no esté relacionado con los problemas de la construcción europea refleja un agudo subjetivismo. O es una obviedad (todo tiene que ver con todo) o es una fantasía tendente a eliminar del horizonte de sus desvelos todo aquello que no entre en el círculo de sus intereses del momento. Y en la medida en que ese subjetivismo es asumido por el partido gobernante, tiende a agrandarse la vaguada abierta entre la percepción de la realidad por parte de los políticos socialistas y de la mayoría de los ciudadanos.
Los grandes diseños siderales no podrán hacer olvidar inquietudes como las derivadas de la fiscalidad creciente y mal explicada, el deterioro de algunos servicios públicos o el agobio de las ciudades. Y hacerse el distraído sobre el caso Guerra difícilmente servirá para que la gente rectifique su impresión de que la corrupción, al por mayor o al detalle, se ha instalado con impunidad en los intersticios del sistema.
La deslegitimación del propio sistema que podría derivarse de esa distinta percepción no debería ser subestimada. Pues la combinación entre impresión de corrupción y falta de renovación de los gobernantes, por una parte, y mala situación económica, por otra, es una mezcla en la que tradicionalmente germinan los movimientos populistas antidemocráticos. Especialmente cuando desde la cúpula del poder se estimulan los peores reflejos de las gentes mediante el recurso a insultos y descalificaciones sectarias y demagógicas como las lanzadas estos días por el vicepresidente (y bendecidas por el presidente) en su intento de borrar aquello que no encaja en sus propias ensoñaciones.
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