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'Malos cristianos'

¡Qué antiguas eran ya las armas, qué viejos eran ya los hombres, qué decrépito el mundo, qué anciana la palabra, ya en tu guerra, oh rey Agamenón! (R. S. F., 1978).Alef. Si la libertad, como libre albedrío, fuese un dios, que, afortunadamente, no lo es -pues no se sabe siquiera hasta qué punto existe, ni hasta qué punto es algo más que un piadoso y bienintencionado invento del buen padre Molina y del alegre Fernando Savater-, la amenaza sería sin duda el más terrible pecado contra él. Pecado, naturalmente, en tanto que atentado contra el propio albedrío, no contra el ajeno. Si bien, dicho sea de paso, a quienes sólo se atreven a concebir la libertad como una denodada e incierta obstinación y rebeldía del ánimo -y, de algún modo, rechazo de la mente- contra el principio de realidad, contra el determinismo y la predestinación, o, en fin, contra el destino y la fatalidad, tal vez no deberían parecerles tan piadosos y bienintencionados esos otros que, en cambio, vienen a darla por supuesta como un dato, puesto que, al ser todo dato en cuanto tal siempre una cosa inerte, también podrían hacerse sospechosos de saboteadores de esta otra más débil, más dudosa, pero también más activa y osada libertad, que como vivo impulso contingente pugna por sustraerse justamente al plano de los datos -plano en el cual difícilmente se ve cómo podría acabar no siendo el albedrío (y bien en contra de su concepto mismo) más que otra variable más de la necesidad- y trata de contraponerse a ésta y a aquéllos.

Bet. En estos últimos días, la resolución número 678 de la ONU ha venido a ser virtualmente considerada por algunos como un aplazamiento. El texto mism o de la resolución dice en su primer punto que el Consejo "otorga a Irak una última oportunidad como pausa de buena voluntad", y el ministro soviético Shevardnadze ha remachado la abyección de tal falacia, comentando: "Ha empezado la cuenta atrás de la buena voluntad". ¡Por Cristo crucificado, ¿puede hablarse de buena voluntad con cuenta atrás?! Por su parte, el ministro portavoz del Gobierno español ha dicho: "Supone un último recurso para presionar a Irak y agotar la vía pacífica para solucionar el problema". El verbo agotar tiene dos lecturas: no desaprovechar ni la última gota que aún pueda quedar en la botella o acabar de una puta vez con todo el contenido, que ilustran bien el insidioso equívoco del ultimátum como pausa de buena voluntad: la falacia de un tiempo objetivo que corre sin que haya libertad humana capaz de detenerlo, sino tan sólo de esforzarse en contener en grado mínimosu incluctable apremio, aplazando hasta el máximo posible la ejecución de la amenaza.

Guímel. Pero un aplazamiento es una dilación o -cuando se le pospone sine die- suspensión de un plazo dado. La fija ción del plazo hasta el 15 de enero es todo lo contrario de un aplazamiento, es un emplazamiento. La índole de estos arcal cos esquemas de conducta y de relación interhumana, olvidada de puro consabida, está, no obstante, tan rigurosamente formalizada y hasta estereotipada (como, mediante cita de nuestro siempre querido e im pepinable diario monárquico de la mañana, he de mostrar más adelante) que asombra e indefectible automatismo de la interpretación de consecuencias. El emplazamiento es, así pues, la forma de amenaza que se establece a término fechado. Hasta los niños, sin saber su nombre, muestran conocer el pragma del emplazamiento tan perfectamente como el comerciante sabe a qué atenerse ante una letra de cambio. "Yo ahora cuento hasta 10, y si no cedes, a la de 10 te arreo" es la clásica fórmula infantil de emplazamiento, donde, con todo, se ve que la congénita maldad de la idea de futuro aún no ha llegado a corromperlos hasta el punto de sugerirles algo tan perversamente ineluctable como la cuenta atrás.

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Dálet. Esta amenaza a téri-nino fechado que acabo de dar por definición o descripción del emplazamiento puede ilustrarse con la comparación que los Verdes de Alemania han hecho entre la resolución 678 de la ONU y una bomba de relojería. La diferencia es que ésta es una máquina (sin alma, al menos según se prefiere suponer) dotada de un autómata temporlzador que, salvo que lo detenga a tiempo una intervención humana, hará saltar la carga en el instante prefijado. Respecto de la resolución 678, es el factor de la credibilidad lo que ha sido alegado para fundamentar la decisión de convertir la amenaza -creciente cada día, pero hasta entonces aún temporalmente indefinida- en amenaza a término fechado, o sea, en empla zamiento. Ante una bomba de relojería la credibilidad se funda en. la confianza técnica de ciega y autornática indefectibilidad que merece el artefacto, pero, en el emplazamiento o amenaza a término fechado que con tal bomba de relojería se compara ¿qué es lo que ocupa el lugar del mecanismo temporizador y asegura de manera igualmente meluctable la indefectibilidad de la explosión? ¿Dónde está, en qué consiste el mecanismo análogo al de una bomba de relojería gracias al cual el amenazador consigue para sí una credibilidad equivalente en la mente y en el ánimo del emplazado?

He. El hecho es que quien amenaza a término fechado viene a darse a sí mismo por ineluctablemente transformado en un autómata de resorte temporizador con un lapso de tiempo prefijado para la activación de la espoleta, que ya tan sólo la claudicación del emplazado puede detener. Prueba fehaciente de que esta no por arcaica, reconocida y recibida menos aberrante metamorfosis funciona de este modo es el ya más arriba señalado automatismo de la inmediata interpretación consecutiva, en el que, como quien se sabe de memoria el Tenorio de Zorrilla, no habría podido fallarme el Abc, que, en su editorial Irak, solo ante el mundo, del 30 de noviembre, no deja de decir, entre otras cosas: "Sadam Husein será el exclusivo responsable de la sangre derramada..." y aun recalca unas líneas más abajo: "Las iniciativas de paz y los plazos concedidos [¿qué plazos?, qué iniciativas?, me pregunto yo] se estrellaron contra la bestial insolencia del dictador, único responsable, de aquí en adelante [subrayado mío], de conducir al mundo a una nueva guerra". Cosa que ha remachado el ministro Fernández Ordóñez: "La opción por la paz o la guerra está exclusivamente en manos de Husein". Como se ve, nadie mejor que el ciego para cantar romances y nadie mejor que el tonto para seguir esquemas segun su estereotipo indefectible. Estereotípica es, en efecto, de la mtlenariamente acrisolada institu- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior ción de la amenaza esta consecuencia de que el amenazador se irresponsabilice por completo de sus propias acciones ulteriores y proyecte sobre el amenazado o emplazado toda la carga de la responsabilidad del daño que padezca en cuanto ejecución de la amenaza por el incumplimiento de la condición.

Wau. La casi absoluta falta de extrañeza, no digo filosófica, sino ni tan siquiera del sentido común, ante esta singularísima circunstancia de que alguien pueda apartar totalmente de sí mismo la responsabilidad de su propia acción violenta, haciendo recaer todo su peso exclusivamente en la cabeza de la víctima misma contra la que esa violencia se perpetra, revela, a mi entender, en toda su medida, la abisal profundidad en que pervive con total vigencia el principio o resorte que rige y hace posible y eficaz la institución de la amenaza y el emplazamiento. Lo que hace que el amenazador pueda sentirse, o al menos proclamarse, inhibido de toda responsabilidad respecto de la acción cruenta por la que con sus propias manos da cumplimiento a la amenaza sobre las carnes del amenazado que ha osado resistir no es sino aquello mismo que le hace sentir tal cumplimiento como una invencible constricción: la peculiar e imponentemente poderosa constitución prehistórica del Yo de identidad. La identidad se actúa como autoconstricción por la que el sujeto se encadena a mantenerse el mismo, como un juramentado, a no volverse atrás, no desdecirse, no contradecirse, bajo la horrenda amenaza de morir en cuanto Yo. En la soberbia, que es, por así decirlo, como el músculo anímico del Yo de identidad, es donde cada cual puede medir dentro de sí la portentosa capacidad de pervivencia, así como la todavía aterradora fuerza de semejante monstruo pleistoceno.

Zain. La identidad es, pues,la encarnación del determinismo en las propias entrañas del sujeto, erigiéndose nada menos que en criterio de vida o muerte para el Yo. Quien amenaza y no descarga el golpe sobre el amenazado que se niega a cumplir la condición rompe su identidad consigo mismo, pierde la cara como suele decirse, o, en una palabra, muere en cuanto Yo. Por eso, y en la medida en que la obediencia a la propia identidad mediante la rigurosa indefectibilidad del cumplimiento de la amenaza viene a constituirse -supuesto que concierne a una situación de hostilidad cruenta, o sea, físicamente mortal- en la prueba de fuego suprema de la identidad del Yo, decía al principio que si el libre albedrío fuese un dios, la amenaza sería el más terrible pecado contra él. Si es que hay libre albedrío, o hasta el punto en que realmente se dé, se haya dado o pueda darse tal cosa en este mundo, ¿qué mayor pecado cabría contra él que el de aceptar como condición constitutiva del sujeto, como la carne misma de que está hecho el Yo, la férula interior de ese determinismo de la identidad erigida en esclavo y en esbirro a un mismo tiempo del hombre y de su vida?

Jet. La institución de la amenaza sólo puede fundarse en la imponente fuerza con que la identidad mantiene encadenado al Yo consigo mismo; eso es lo que la hace posible y eficaz, lo que consigue -en especial bajo la forma a término fechado, que la concreta como emplazamiento- la deseada credibilidad en la mente y el alma del amenazado. El amenazado cree firmemente que la amenaza va de veras en la medida en que sabe que el amenazador ha renegado de su libre albedrío y se ha hecho esclavo del determinismo de la identidad. Así que para un diario como el Abc, que, en su por lo menos tácitamente tendencial catolicismo, debería mantener la enfática afirmación del libre albedrío, tal como antaño la defendió el padre Molina y hogaño la reivindica Fernando Savater, es sin duda un explícito y gravísimo pecado contra el dogma declarar textualmente, en un editorial, a Sadam Husein como único responsable, de aquí en adelante de las acciones de guerra que, como ejecución del emplazamiento, el amenazador descargue contra él y de la conflagración generalizada que tal acción podría llegar a desencadenar. La recta aplicación de la doctrina del libre albedrío tiene que rechazar rotundamente tal proyección de responsabilidades; de ningún modo puede tolerar la idea de que el amenazador, que libremente ha lanzado la amenaza, quede eximido de toda responsabilidad con respecto al cumplimiento ejecutivo; por el contrario, la afirmación del libre albedrío exige, por puro rigor de consecuencia, que siga siendo tan responsable -tan culpable, añado yo- de la acción por la que ejecuta la amenaza como de la acción de haberla proferido. Tal irresponsabilización de una violencia que uno mismo inflige, bajo la excusa de haber conminado condicionadamente a tiempo a quien la sufre, repugna a la noción de libre arbitrio, pisotea toda idea de libertad, para ir a dar de lleno con sus huesos en las negras mazmorras del más torvo de los determinismos: ese determinismo gratamente aceptado y encarnado en las entrañas del sujeto y que éste no se recata de acariciar y hasta orgullosamente pasear en público como su propia identidad. ¿Qué cristianos o católicos son estos que se han pasado a la ideología moral anglosajona del chespiriano be true yourself o del conservar el respeto hacia sí mismo (cuya versión española y burocrática podría ser el Sostenella y no enmendalla, como principio protector de la autoridad y el prestigio del Estado) y han olvidado y traicionado el viejo y siempre nuevo manifiesto creador del hombre nuevo, consigna de rebelión contra el determinismo de la identidad y la autoafirmación y, por lo tanto, verdadera llamada de la libertad, que no otro es el sentido del niégate a ti mismo? Si alguna verdad ha salido de la boca de Sadam Husein, sin duda ha sido llamar malos cristianos a los occidentales.

Tet. Pero el anticristiano imperativo de la identidad -con su músculo anímico, que es la soberbia- se amplifica de forma gigantesca cuando un Yo colectivo (que es, a mi juicio, dicho sea de paso, su lugar de nacimiento) es el fantasma en que se encarna, y sobre todo bajo la que hoy parece ser su forma más cuajada y consistente: la nación, y aun, respecto de ésta, en su papel más propio y específico, o sea, en cuanto sujeto unitario de la guerra. La aislada e interior autoconstricción que es la identidad en el sujeto singular se transfigura, magnifica y agiganta en el Yo colectivo nacional, trocada en exterior y pública coerción de todos sobre todos, o, más bien, de la ubicua y anónima totalidad sobre la masa amorfa de sus no menos anónimos, intercambiables e interpenetrables átomos. Así, con tan suspicaz andar mirando siempre a ver qué es lo que hay tras una guerra, lo que por detrás empuja hacia ella a las naciones, se olvidan de mirar lo que hay delante, lo que desde adelante tira de ellas hacia el campo de batalla. Por mi parte, siempre he tendido a interesarme más por lo segundo. Ya pueden venirme hablando de intereses económicos los que -según la unidireccional relación de causa a efecto- se obstinan en mirar lo que hay detrás; no seré yo quien niegue que los haya. No obstante, arduo sería incoar una guerra y proseguirla si por delante no surgiesen fuerzas bien distintas, fuerzas que ya no empujan al pueblo desde atrás, sino que tiran de él hacia el combate. Pero cuando estas fuerzas toman el relevo, se invierten completamente los papeles, y desde entonces, el hierro es el que manda, porque en la edad de hierro, el hierro es el señor. (Relevo del que, por cierto, en nuestro caso, bien podría ser un ominoso indicio la inesperada inversión de las tendencias estadísticas entre la población norteamericana: a favor de la guerra, el 46% en octubre, el 54% en noviembre, el 63% en los primeros días de diciembre).

Yod. Puesta en juego la espada, la soberbia de la fuerza suplantará y confutará cualquier real o presunta racionalidad económica, que se verá trocada en pura ideología racionalizadora y moralizadora, porque no hay en la tierra, en el cielo o en el infierno nada que un Yo colectivo convicto de sí mismo no esté dispuesto a sacrificar al satánico orgullo de su propia identidad. Así, en principio, bien pueden haber sido los demasiado proverbialmente sórdidos intereses económicos los que efectivamente hayan ido llevando a una nación hacia la guerra, pero al fin lo decisivo no será lo que por detrás empuja hacia la guerra a la nación, sino lo que -mucho más sórdido, en verdad, pese a su altísimo prestigio- empiece a tirar de ella por delante: la soberbia de las armas, el honor de la bandera, el resplandor del hierro, el fulgurar del fuego, la furia de la sangre, el odio al enemigo, las ansias de victoria, ésas serán, tal como han sido siempre, las fuerzas que desde adelante tiren de los pueblos hacia el campo de batalla, llevándolos de la mano hasta la muerte.

... Tau. Pero me temo que la guerra estallará antes de tiempo, y no en Kuwait, sino desde Israel.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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