El apocalipsis según K.
Con el fallecimiento de Tadeusz Kantor muere una de las más legítimas y sorprendentes formas del teatro contemporáneo. Es la muerte más cerrada sobre sí misma que pudiera acontecer. Menos mal que el cine, el vídeo salvador, serán ya testigos de la ingente cuanto irrepetible creación de este singularísimo artista. Es tristemente cierto que jamás, de ahora en adelante, veremos un verdadero montaje de Kantor. Muere, pues, un hombre de tan dramático destino que arrastra la parte más esencial de su obra con él. Ésta es ya una de las novedades más macabras del teatro moderno. Tanta presencia de vida en la escena se resuelve con un apagón final. Cuando se enciendan las luces ya no estará Kantor ahí. Lo más inefable de su obra habrá desaparecido también.Desde ahora, éste será el fantasma más preciso y casi corpóreo del teatro de todos los tiempos. En su primera aparición en España, en el teatro María Guerrero, José Luis Alonso nos juntó. Pronto me di cuenta de que Kantor vivía tras un muro, y el embalse de su inspiración no le permitía vivir la realidad y la inmanencia de las relaciones humanas espontáneas. Sólo hablamos de cosas fundamentales, de vanguardia, de estética. Sólo entiendo que éramos un poco dos niños ariscos y mal crecidos, sin la menor necesidad el uno del otro. Así es la vida y nuestra insuperable impotencia para aprovecharla. En todo caso, con relación a su creación escénica, no podía haber encontrado mejor admirador. Hace tiempo que una publicación francesa me reveló la importancia de la obra plástica del autor de tan extraños espectáculos. Muy posteriormente supe de su relación con Duchamp. Hilando unas cosas y otras, uno viene a explicarse muy bien en Kantor esta suma operática, de ambiguos perfiles, de una indecible sugestión, que concentra sobre el teatro todo un pensamiento escénico basado en la dramaticidad del objeto. Este teatro expresionista tiene, sin embargo, un pie en Dadá. No hay nada como descender a las raíces. El trabajo de Kantor, plásticamente, tiene ya una seria importancia en la evolución del hecho estético y de su espectador, aunque difundido por el medio teatral, lo que le ha dado una extrema y espectacular importancia. Nada había de surrealismo en Kantor. Éste debía de odiar el desenfrenado capricho surreal, porque todas sus imágenes son deliberadas y calculadísimas, prisioneras de su obsesión, basada en una cristalización trágica sobre el objeto dadá. Este hecho, que aparece como secundario en el conjunto del movimiento escénico, es sin embargo el terreno en el que se afirma. Un dato fácil para reconocerlo es compro bar la importancia que tienen los objetos, las máquinas trágicas, los muebles descontextualizados de su papel práctico en la escena de Kantor. Objetos muertos -es decir, materia inerte y sin la menor significación- y luego animados y des animados por la voluntad expresiva del autor. En su ensayo sobre lo siniestro, Freud resalta la rara y desasosegante impresión de lo vivo-muerto. Kantor hace de la máquina en el teatro vehículo de esta emoción constantemente. Hace la fina selección de los objetos pobres y cotidianos que son máquinas, instrumentos para la maldad, la bondad, la desolación y la muerte. Objetos explicables, como son estos: las camas de hierro des plegables, las sillas de bar, los cubos de basura, las máquinas de picar, los instrumentos de carnicería... Pero luego vienen otros menos reconocibles, infundidos de una secreta astucia y malignidad. Estos objetos plásticos no habrán de verse algún día en un museo -lo que es muy probable- bajo el nombre de esculturas o materia tratada como arte formal, sino como objetos del atrezzo de un teatro muy superior. Esto sí, de un gran teatro formal. Son partículas de una bella estructura, que es el conjunto de tantos elementos expresivos decantados con singular agudeza para comunicar una impresión total sobrecogedora. Kantor liquida de una vez el concepto de decorado y atrezzo. Su mundo no admite el menor elemento decorativo. Todo cuanto existe y figura sobre el escenario es esencial.
Tren del exilio
Hemos hablado de esta base material animada sobre la que se asienta su estética, pero aún hay más: estos objetos tienen un uso muy acelerado y dinámico. En la escena de Kantor todo viene y va. Es un ritmo que la gente acepta con un sentimiento de ansiedad. Es como el ritmo animado unas veces y otras monótono de un tren. El tren del exilio y la diáspora moderna, el tren de la muerte, el tren de la vida maniática, perseguida o resignada.
Las estaciones traen sorpresas: la llegada de nuevos incorporados al tren con sus historias podridas sobre la espalda, en fardos y maletas que se desguazan. Todos los que llegan son extraños y, a la vez, inmediatamente entrañables. Vivos, quejumbrosos, intrigantes, adormilados con pesadumbre, aquellos mismos seres, a fuerza de pasar y repasar por la escena su incógnita mediocre y horrible, se van convirtiendo en objetos, mueren de inercia, de materialidad sin destino. En este momento de inercia trágica, el que mejor aprovechan sus objetos revitalizados para establecer ese acorde final en que hombres y objetos medio muertos / medio vivos ofrecen una visión del mundo desoladoramente apocalíptica.
Cada montaje de Kantor fue un apocalipsis; cada montaje de Kantor, una sucesión de instantes catárticos a ritmo de tren, entre luces hirientes que se balancean en el viento, fogonazos de vías en reparación, sirenas en la nieve y todos los ecos, martillazos y rumores de la desolación más plena. ¿Cómo no había de sorprender semejante imagen de la angustia y la muerte en el teatro? Pero, como todo lo genial tiene varios planos, es plurisignificativo, Kantor levantaba suavemente un velo sobre la pura belleza del objeto en sí, tocado por la gracia del artista, que se había servido de él -tan real, tan presente- para convertirlo en materia de un sueño.
Babelia
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