Fin del aislamiento
UN VIEJO coronel de bigote erizado, monóculo y rosa en el ojal, sombrero bombín y paraguas cuidadosamente enrollado diría que el continente, por fin, ha dejado de estar aislado. Una circunstancia hasta ahora necesaria para impedir contactos perniciosos y los siempre vanos intentos de invasión por tiranos enloquecidos. A mediodía del sábado 1 de diciembre de 1990, a 100 metros por debajo de las olas en pleno canal de la Mancha, se realizó la perforación final de un último agujero. Y a través de éÍ quedaron unidos los dos tramos del triple túnel que, de ahora en adelante, comunicará por tierra a Gran Bretaña con Francia.Puede argüirse que con ello ha caído el símbolo de toda xenofobia. Sería tal vez más justo, y más romántico, sugerir que, al renunciar a su insularidad, el Reino Unido ha decidido prescindir deliberadamente de la feroz y admirable cualidad con la que durante siglos ha defendido el terruño, la identidad y el té de las cinco: el convencimiento, espléndidamente equivocado, de que su país, su sociedad y los valores por los que ambos se rigen son los mejores y de que padecerían al contacto con los del resto de Europa.
Shakespeare dijo del "mar de plata en que se engarza la piedra preciosa" de Inglaterra que "hace las veces de un foso erigido contra la envidia de tierras menos afortunadas".
Ya no es así. Todas las tierras de Europa son afortunadas. Casi medio siglo después de la última gran guerra que las desgarró, no existen razones de enfrentamiento, no quedan ya ambiciones de dominio y de territorio. Los pueblos de Europa tienen ahora un proyecto de unión y, antes que erizar de obstáculos las fronteras, intentan allanar los que les ponen los accidentes geográficos.
No son las complicaciones técnicas las que retrasan la ejecución de tan gigantescos proyectos. Existe en los hombres un permanente afán de buscar el progreso accediendo a él por la línea más corta. El de la Mancha no es el primer túnel que se construye; otros fueron perforados hace décadas (el del Montblanc), hace un siglo (el de San Gotardo), hace centenares de años (el de Pausilipo, en Nápoles). Guió a sus constructores un ansia de aventura, una fanática creencia en las virtudes del adelanto y un sólido deseo de lucro. Comparadas con las dificultades con que toparon aquellos ingenieros, con la escasez de medios técnicos y con las vidas humanas que sacrificaron, las de la perforación del tunnel han sido un juego de niños. Lo que retrasó este viejo proyecto hasta la última década del siglo XX fue la sospecha y la desconfianza. Ahora, políticos -sobre todo Margaret Thatcher y François Mitterrand-, banqueros, ingenieros, obreros y máquinas han sido capaces de hacer que el túnel de la Mancha sea una realización más del progreso y quede arrumbada, por inútil, la invocación a nacionalismos estériles.
Es justicia poética que el lugar de encuentro por debajo del canal, el pasado sábado, estuviera más cerca de las costas francesas que de las inglesas: un símbolo, condicionado por la geología, de que son las islas las que se enganchan al continente para siempre.
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