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Crítica:NUEVOS ESPACIOS PARA EL TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Opereta para un teatro de Marte

Gli ultimi giorni dell'umanità (Los últimos días de la humanidad)De Karl Kraus. Traducción Italiana de Ernesto Braun y Mario Carpitella. Interpretada por un total de 60 actores, entre los que destacan Annamaria Guarmeri (Schalek), Massimo de Francovich (El Gruñón), Ivo Garrani (Benedikt), Marisa Fabbri (la señora Wahnschaffe) y Luciano Virgilio (El Optimista). Escenografía: Daniele Spisa. Vestuario: Gabriella Pescucci. Sonido: Hubert Westkemper. Iluminación: Sergio Rossi. Dirección: Luca Ronconi. Producción del Tearo Stabile de Turín en colaboración con Lingotto (Fiat). El Lingotto, Turín, 30 de noviembre.

La impresión que se saca tras la lectura de las cerca de 700 páginas de Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus, es que se trata de un pozo teatral sin fondo. Cuanto se haya podido decir sobre la irrepresentabilidad de este texto es, desde un punto de vista estrictamente teatral, una grosería. Ese texto "está pidiendo a gritos", como bien dice Edward Timms, "su representación escénica". Lo que ocurre es que en 1922, año en que se publica la versión definitiva de Los últimos días de la humanidad, el teatro, la práctica teatral, todavía no está preparada para asumir ese texto. "¿Pero Reinhardt y Piscator, a quienes Kraus no autoriza a representar su texto?", se preguntará el lector. Cierto es que Reinhardt y Piscator hacían por aquel tiempo un teatro nuevo, que se distanciaba del teatro convencional de la época y, en cierto modo, anticipaba el teatro del futuro, pero eso no le bastaba a Kraus; su "teatro de Marte", al que destinaba su obra, iba más allá de los descubrimientos de Reinhardt y Piscator.

El rechazo de Kraus frente a la petición de los dos máximos trujimanes del teatro germánico de aquellos años se ha interpretado de diversas maneras. Hay quienes piensan, con Timms, que Kraus quería preservar la riqueza de su texto, su calidad y peculiaridad acústica, ante la gazuza de espectacularidad de un Reinhardt, y hay quienes piensan también, con Ronconi, que Kraus no estaba dispuesto a entregar su texto al dogmatismo partidista de un Piscator. Ambas interpretaciones son válidas, pero dejan de lado el carácter apocalíptico del texto, difícilmente comprensible en la Alemania de los años veinte, dispuesta el desquite.

Los últimos días de la humanidad, escrita y reescrita, amañada durante y después de la guerra, por un Kraus contradictorío, ambiguo, que al empezar el primer gran conflicto mundial se nos presenta como un monárquico conservador y al desmoronarse el imperio austro-húngaro parece -sólo parece- un radical socialista, es, sin duda, el gran texto sobre la guerra de 1914-1918. "La guerra de las ilusiones" (Krieg der Illusionen), como la calificaba Fritz Fischer en su célebre ensayo; una guerra para la que nadie estaba preparado; una guerra que el mismísimo canciller alemán, Bethmann Hollweg, creía que iba a ser como "una breve tormenta que refrescaría el aire": la guerra de las trincheras, de las máscaras de gas, del deshonor y el horror generalizados.

Sobre la estupidez

Kraus vive esa guerra,desde Viena, la muestra desde Viena, desde el Ring vienés. La tiene metida en su cerebro, como un abejorro que no le deja dormir Kraus sabe muy bien cómo ha nacido esa guerra, azuzada por la prensa; nacida de una prensa que, aliada con políticos, militares y especuladores, hace, en las postrimerías de la Viena imperial, las veces de Parlamento y empuja a los desgraciados a la carnicería. En realidad, más que un texto sobre la guerra, Los últimos días de la humanidad es un texto sobre la estupidez, sobre la imbecilidad llevada a extremos insospechados; sobre la idiotez monda y lironda, de la que viven militares, políticos e intelectuales, y de la que surgen, como setas, los nuevos ricos.

La guerra se vive desde Viena, desde el Ring, desde el cerebro de Kraus, y se va articulando sobre el imaginario escenario como un collage fantasmagórico fabricado a base de partes de guerra, noticias y editoriales tendenciosos y las crónicas alucinantes que envía desde el frente Alice Schalek, corresponsal de la Neue Freie Presse, la única corresponsal femenina de la guerra de 1914-18, una Madre Coraje avant la lettre, que va mucho más allá en lo que a su gloria y su bolsillo se refiere del personaje brechtiano, magistralmente interpretada en el montaje de Ronconi por la primera actriz Annamaria Guarnieri. Un escenario idiotamente vienés en que la gran carnicería se vive como podría vivirse la II Guerra Mundial en el night club de Rick Bogart, en Casablanca, o nuestra guerra civil en el Casino de San Sebastián. El carnaval de las máscaras baila a los acordes de la música de Franz Lehar, mientras se avecina el fin de aquel mundo de ayer (Stefan Zweig) que no conocerá el mañana; un apocalipsis con anticristo y todo, personificado en Moriz Benedikt, el director de la Neue Freie Presse, convertido por Kraus en el "señor de las hienas", apoteosis surrealista, ibseniano-surrealista, en la que los trolls de Peer Gynt invaden los cafés de Viena.

¿Qué hace Ronconi con todo esto? Pues lo mete en el Lingotto turinés, la que fuera primera gran cadena de montaje de la Fiat, uno de los edificios industriales más singulares de Europa. Y se lo monta a base de 60 actores, 70 técnicos, un espacio de 7.000 metros cuadrados (4.000 para la escenografía y 3.000 para el utillaje y los carnerinos) y un kilómetro de vía férrea por donde transitan locomotoras, carros de combate, cañones, ambulancias... En total, son 42.000 horas de trabajo para crear esa fantasmagoría hiperrealista que ha costado una cifra superior a los 500 millones de liras. Espectáculo único, irrepetible: nació anteayer, 30 de noviembre, y morirá el próximo 20 de diciembre. ¿Un disparate? Tal vez. Sin embargo, como me decía el actor Massimo de Francovich, que interpreta el personaje de El Gruñón (el propio Kraus), también puede parecer un disparate representar siempre los mismos pirandellos, los mismos chéjovs, en los mismos teatros.

600 espectadores por función

El público, un máximo de 600 espectadores por función, se pasea por una nave de 100 metros de largo y 14 de ancho, rodeado por locomotoras y carros de combate que aparecen y desaparecen, sacos de arena, viejas rotativas y kilos y kilos de viejos periódicos. Entre el público se desplazan los personajes, los cuadros burgueses y guerreros, subidos en plataformas rodantes. Las escenas son simultáneas; el público las ve desde abajo, alrededor resuena, lejano y próximo a la vez, el guirigay de la guerra, de la idiotez armada.

El "disparate" del Lingotto se torna inquietante cuando, hacia el final del espectáculo, las dos máscaras de gas, hombre y mujer, se encuentran, subidas en sus plataformas rodantes, rodeadas de público. Las máscaras se miran, se timan mutuamente, se acercan, se cogen de las manos y empiezan a bailar el Danubio azul. ¿Es ése el "teatro de Marte", la opereta de catacumba de una humanidad destruida por los meteoritos lanzados desde Marte (según la obra de Kraus)? No lo sé. Sólo sé que Ronconi no ha traicionado a Kraus: la "turbina alimentada con sangre" de que hablaba Jünger al referirse a la I Guerra Mundial, funcionó anteayer a tope en el Lingotto. Lo que es a mí, me dejó turulato.

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