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Tribuna:SOBRE EL'CASO LINAZA'
Tribuna
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Refrescar la memoria democrática

Lo contaba así el entonces diputado Juan María Bandrés: "Un día determinado, no sé cuándo -parece una página de Julio Cortázar o de García Márquez-, el presidente de un Gobierno, un ministro del Interior y un ministro de Justicia se reúnen -dos de ellos licenciados en derecho; el otro magistrado; tres juristas; alguno de ellos, incluso, ha ejercido como abogado- y ordenan que se desobedezca a la juez y se encomienda a un teniente coronel que discuta con la juez, por escrito, sobre si ha aplicado bien o mal el artículo 368 y el 369 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con absoluto desprecio de los recursos jurisdiccionales...".Y es que, en efecto, el episodio demandaba una república bananera como escenario.

Punto de referencia

La sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Bilbao de 16 de noviembre de este año no podía por eso pasar inadvertida. Y quizá pueda servir incluso para que, cuando menos, los responsables políticos de tan lamentable revés para el Estado de derecho reflexionen autocríticamente sobre su inadmisible comportamiento de entonces. Aunque lo ideal es que el fallo despliegue su eficacia disuasoria de ese género de actitudes hacia el futuro.

En todo caso, esta excelente resolución es un útil punto de referencia en torno al que articular una breve reflexión sobre las dificultades de una cultura democrática de la jurisdicción.

Las vicisitudes judiciales del caso Linaza rompieron en su momento algunos esquemas, al no admitir como clave de lectura la que entonces gozaba de tanto predicamento, consistente en reconducir cualquier conflicto ejecutivo-judícial a la dialéctica poder bueno versus poder malo.

Bastaría para comprobarlo la significativa colocación de las distintas fuerzas parlamentarias ante el conflicto y, sobre todo, el expresivo cambio de posición de un medio -Abc-, tan sensible a cierto tipo de reivindicaciones de algún sector de los jueces frente al Gobierno, y aquí, sin embargo, voluntarioso portavoz, al menos implícito, del Ministerio del Interior.

Puestos a extraer algunas consecuencias de lo sucedido, me parece que son tres las más pertinentes.

La primera, que no existe poder político por más legitimado que se encuentre, que no propenda al exceso. La segunda, que la jurisdicción en el marco del Estado de derecho tiene asignado un papel sustancial. La tercera, que en aquél la legitimidad democrática no se agota en las urnas.

Poder en apuros

El caso que nos ocupa fue una escenificación a gran formato de lo primero. Una demostración bien elocuente de hasta dónde puede llegar el esfuerzo de un poder ejecutivo en apuros , incluso en democracia, para tratar de sustraerse al derecho. Del género de monstruos que es capaz de producir el sueño de la razón jurídica. La orden de incomparecencia, se dijo por un ministro, sólo trataba de "suscitar, por parte de la autoridad judicial, una consideración de las posibles razones de ilegalidad" de la medida acordada (!).

Se argumentó sobre la base de cierto estado de necesidad, en el que lo que preocupaba era la seguridad de los agentes, que es, sin duda, un valor. Pero ahora sabemos qué es lo que, al menos objetivamente, se buscaba: garantizar la impunidad para un hecho odioso de tortura.

En ese contexto cobra todo su sentido el papel del juez. El brillante papel de la juez Huerta en este caso: hecho posible preel samente por su estatuto de independencia; por la circunstancia -de profunda significación- de hallarse en una situación estatutaria que la hacía inasequible a otro tipo de consideración que no fuera. la exigencia legal. Y no de un legalismo ultra, aberrante por gratuito, como también llegó a sugerirse, sino de una observancia de las reglas procesales del juego, pura y simplemente preordenadas a la búsqueda de la verdad. De la verdad de lo sucedido, en vista de la concurrencia de fuertes indicios de criminalidad.

Que los mismos hubieran brotado en el marco de la actuación de una institución del Estado sólo podía aumentar su gravedad y, por ello, estimular el celo del instructor, nunca su capacidad de comprensión, y menos una pasividad cómplice.

Precisamente esa actitud de la juez, supuestamente desestabilizadora de no se sabe -o quizá ya sí- qué inconfesables equilibrios, tiene en este punto, aparte de su extraordinario valor práctico, una notable carga simbólica. Al extremo de que podría decirse que ella sola -sin siquiera el apoyo del Consejo- encarnó allí y entonces, frente a la mayoría, frente a un poder legítimo pero ilegítimamente ejercido en este caso, toda la legitimidad del Estado democrático.

La ley como referencia

Es aquí precisamente donde radica el sentido profundo de la exigencia, connatural al Estado de derecho, de que el poder en sentido fuerte, el más próximo en su origen a la soberanía popular, tenga que ser vigilado desde un ámbito también intraestatal, pero independiente, con la ley como único punto de referencia.

Es quizá una paradoja de la democracia que concentra la que probablemente es su máxima virtud: haber institucionalizado determinados mecanismos que expresan una sana desconfianza hacia el poder en todas sus formas de expresión y en todos los momentos de su ejercicio.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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