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El amor cósmico

El amor individual es posesivo, monástico, porque aisla y recluye en nuestras celosas intimidades parceladas. Sin embargo, todos soñamos con un gran amor sublime, o dramático, por su desmesurada intensidad, sin saber bien que el amor "es el todo de la individualidad" (Hegel).Muchos piensan que por la palabra coherente se puede lograr un amor intelectual, spinozista, de mutua comprensión, que va aproximando hasta llegar a la plenitud de una identificación recíproca. Ahora bien, ¿el lenguaje puede manifestar todo lo que sentimos? Creemos que a través de la palabra abrimos nuestro yo más profundo y lo entregamos al ser amado. Sin embargo, Lacan, en L'Etourdit, sostiene: "El decir es verdad que se revela y, al mismo tiempo, es ocultación de la verdad". Luego la palabra no expresa verdaderamente nuestro sentir si siempre queda soterrado lo más íntimo del yo. Entonces, debemos buscar el amor en el deseo cósmico, como pulsión originaria del cuerpo. Para ello es necesario liberar el deseo del discurso, de la ley, del orden de la cultura, de la estructura lingüística, afirman Deleuze y Cuattari en Antiedipo, ya que el psicoanálisis aprisiona el ser humano en un triángulo artificial assez dégoûtant que ahoga la sexualidad productora de deseo.

Sabemos que el inconsciente es lo más abisal y secreto donde se esconde la realidad de verdad de: nuestro ser. Este misterio in accesible al otro que amamos, y con el que vivimos diariamente, suscita luchas violentas, desgarradoras, que se acrecientan con las disputas hasta convertirse en un amor dialéctico que un unifica por la palabra amorosa. Igualmente, el deseo puede sublimarse, corno demostró Freud, manteniéndose vivo y tenso a través del pensamiento teórico o la inventiva técnica. También puede enfangarse en un delirio posesivo, como algunos personajes de Henry Miller en Trópico de Cáncer, al olvidar que el fin último de la pasión carnal es llegar al amor, o sea, la paz suavizada del deseo. Pero el deseo renace siempre movido por su pulsión gozadora, y para llegar al éxtasis, verdadera sublimación del deseo, es necesario atravesar distintas etapas que solamente los místicos acertaron a describir. La primera fase es el recogimiento del cuerpo en su ardorosa intimidad; " oración de quietud", la denomina santa Teresa en Las moradas. En la segunda sucede el abrazo mutuo y se llega a la copulación oscura en la que cada yo desaparece en el otro. "¡Oh, noche, que juntaste amado con amada, / amada en el amado transformada!", celebra san Juan de la Cruz. Estos amantes no se ven, pero se sienten con las manos, la boca, los brazos, en un torbellino caótico y desenfrenado hasta descubrir recíprocamente todo lo que son y piensan por los movimientos del cuerpo, en silencio. En este sentido, no estamos de acuerdo con la afirmación de Louis Althusser de que el deseo es el discurso racional que nos libera del instinto biológico y nos realiza como historia. Por la fusión corporal y sin palabras se puede llegar al conocimiento, o sea, compenetración de uno y otro que consuma el acto amoroso.

David H. Lawrence ha descrito poéticamente en sus novelas el éxtasis amoroso, etapa última del abrazo carnal, que es salida de sí para entrar en el misterio ajeno y lograr la unidad suprema. En ese instante se siente una suspensión del ánimo, aniquilamiento corporal, o vuelo hacia una presencia que está por encima del goce "sino: el todo viviente. Así, los amantes llegan a intuir esa poderosa energía que recorre la vida erótica y une a todos los amantes en exacta correspondencia. Los románticos alemanes descubrieron que el uno primitivo engendra la dualidad, fórmula de la ley de polarización. Schelling concibió la unidad cósmica como una lucha de fuerzas antagónicas complementarias que, al no existir la una sin la otra, se resuelve en una síntesis suprema. A través del éxtasis los amantes sienten la realidad del universo que los abraza. En su novela La serpiente emplumada, D. H. Lawrence revela que los amantes son instrumentos del placer para fundirse amorosamente con el cosmos viviente. Es llegar a percibir la totalidad real que nos abraza y circunda: "Sabor de bien que es finito, lo más que puede llegar es causar el apetito y estragar el paladar" (san Juan de la Cruz). El éxtasis de los amantes culmina en la revelación de una "divinal esencia": el mundo, el cuerpo de la materia. No es de extrañar que santa Teresa se sintiese herida y traspasada por flechas gozosas ante esta presencia total que se le revelaba en el pasmo de un instante, en un arrebatamiento informe, pero iluminativo.

En la fusión amorosa desaparece el quién, los quiénes, lo que significa una donación absoluta. Es a través de la unidad de los cuerpos, por el deseo realizado, que se vislumbra la presencia de lo divino: el universo actual. Al amar, pues, pensemos que no sólo nos amamos, sino que estamos entregándonos y amando el cosmos, ese Dios necesario y realmente inmenso.

Carlos Gurméndez es ensayista. Autor de La melancolía.

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