La salamandra
En la historia del ejercicio del poder político es difícil no apreciar enseguida que sus titulares muestran una tendencia casi instintiva a poner sus manos en donde legalmente les está vedado o bien a entregarse a prestidigitaciones falseadoras de las instituciones, con el pensamiento puesto en hacerlas accesibles y maleables a su voluntad, para así poder utilizarlas cuando lo consideren oportuno.En la marcha progresiva hacia el control y limitación del poder político, sigue siendo un hito definidor el marcado por la doctrina y la práctica de la división de poderes, por ser la que hasta el momento ha ofrecido mejores garantías de equilibrio en su ejercicio y de evitación de excesos por parte de sus detentadores. Pero no debemos olvidar que el punto clave legitimador de toda la estructura de la división de poderes es la representación popular que asumen las Cámaras por medio de periódicas elecciones que permiten a los ciudadanos expresar su parecer sobre los asuntos que les conciernen y designar a las personas o partidos en los que confían para resolverlos.
Esta función de las elecciones, unida al natural deseo de la mayoría de los políticos de ejercer su poder con las mínimas cortapisas, es la que ha originado que desde la fecha misma de su implantación les haya sido difícil rehuir el malsano deseo de manipularlas, bien para obtener la ansiada credencial o bien el número de representantes populares precisos para que la voz de su grupo sea oída o incluso para no tener que molestarse demasiado en escuchar la de los demás porque hayan llegado a alcanzar lo que se llama una mayoría holgada.
Se desarrollaron procedimientos refinados para dejar cautiva la opinión de aquellos que no interesaba que llegasen con fuerza suficiente al Parlamento. Uno de los más conocidos es el llamado de salamandra, que recibe su nombre de la forma en que a principios del siglo pasado diseñó los distritos electorales el gobernador demócrata del Estado de Massachusetts Elbridge Gerry. Partiendo de que el sistema electoral era el de un solo representante (el que obtuviera el mayor número de votos) por cada distrito, los dibujó buscando que en cada uno de ellos se obtuvieran los votos estrictamente necesarios para que el candidato de su partido alcanzase la mayoría, de modo que el otro partido, el de los federalistas, aunque en el conjunto de los distritos hubiese alcanzado un tanto por ciento elevado de votos, se quedase, no obstante, sin representación parlamentaria. La artificiosidad del sistema, con el que en definitiva se buscaba falsear la expresión de la voluntad popular, originó que el dibujo de uno de los distritos tuviese la forma alargada y sinuosa de la salamandra y que con la alusión a este animalito se conozca en los países anglosajones la actividad torticera de deformar a propósito los límites de un distrito electoral para neutralizar los votos del contricante.
En medio de una pita absolutamente generalizada, el Congreso de los Diputados ha consumado la primera parte de lo que se ofrece a la opinión pública con todas las facetas de un escándalo: parece que el lápiz para delimitar el perfil territorial de los distritos electorales se ha desplazado al dibujo del de las personas para asegurar que los componentes de un órgano constitucional del Estado se pronuncien en los términos queridos por el Gobierno, a los que también parece que se ha adherido el partido mayoritario de la oposición. Da la impresión de que entre ambos se disponen a alumbrar un consejo general del tipo salamandra, aunque, perfeccionando el sistema, la minoría ya no queda acorralada, sino que ha pedido y obtenido su cuota a cambio de colaborar en el intento de falsear el sentido de la institución.
En los países democráticos, el aspecto externo de los acontecimientos políticos, la impresión que producen, tiene casi tanta importancia como la verdad que puedan ocultar, porque será por aquel aspecto que los ciudadanos formen su criterio, al no serles normalmente exigible que estén en los entresijos de las decisiones. Pienso que es necesaria esta aclaración porque lo que aquí trato de acusar es precisamente la impresión que han producido los acontecimientos que se han hecho visibles en el proceso para elegir a los nuevos vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). No prescindo, por tanto, de la posibilidad de que nuestros representantes parlamentarios nos expliquen a satisfacción algo que tanto repudio ha merecido de prácticamente todos los españoles, en el sentido de que lo que se ha percibido es la querencia a condicionar a los deseos del Ejecutivo y a las componendas y negociaciones partidistas una institución ideada para mejorar la nota esencial de independencia de los jueces y magistrados. Poco se puede añadir a lo que han dicho y manifestado, con los más variados tonos y registros en el común reproche, todos los medios de comunicación y lo que se oye en cualquier conversación sobre el particular. Pero sí conviene decir que el martes pasado se ha producido una importantísima novedad: el Congreso, la representación del pueblo español, ha ofrecido la sensación de responder con absoluta insensibilidad a lo que ha sido un clamor que sigue resonando. No se ha movido un ápice de lo que habían pactado los portavoces. Todas las posibles tachas puestas a su anunciada decisión, desde la de inconstitucionalidad a las de favoritismo o falta de altura de miras, han sido insuficientes para mover su voluntad de donde había sido prefijada por las jerarquías de los partidos. Pienso que esta actuación no es de las llamadas a mejorar y hacer viva la imagen del Parlamento.
Otra peculiaridad que también es necesario resaltar es que además se ha recibido la imprecisión de que para lograr sus fines el partido socialista se ha movido con un cierto menosprecio hacia quienes ejercitan actual y efectivamente funciones judiciales, aunque también es cierto que a este haz expreso pueda corresponder un envés tácito, del que resulte una calificación realmente halagüeña para éstos. Cuando la Constitución es tableció que de los 20 vocales del Consejo 12 fueran nombra dos entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, era universal consenso en las Cortes Constituyentes que el precepto aludía a que la elección de los mismos se hiciera por los propios jueces y magistrados. Razones políticas, que ahora no vienen al caso, determinaron que se acordase que también los vocales jueces y magistrados fuesen nombrados por las Cámaras, en norma avalada por el Tribunal Constitucional, aunque a regañadientes y con advertencia de sus peligros y de que en ningún caso debía ser utilizada esta potestad para trasladar al ámbito de lo judicial las posturas estrictamente partidistas.
Creo que las circunstancias citadas y el principio de buena fe que siempre debe presidir las relaciones entre las instituciones del Estado marcaban la
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La salamandra
Viene de la página anteriorconveniencia de que las Cortes se hubiesen inspirado en la idea de acercarse en lo posible al esquema general de lo que podía haber sido el resultado de una elección hecha por los propios jueces y magistrados, al menos en lo que se refiere a sus límites negativos, es decir, no proponiendo en ningún caso el nombramiento de quienes era lógico pensar que no serían tampoco en ningún caso elegidos por aquéllos, entre otros posibles motivos por carecer de la condición de elegibles. Este criterio, que me parece razonable para una buena articulación de las instituciones implicadas, no ha sido tenido en consideración cuando unos días antes de la elección por las Cortes, estando ya aquélla pactada y cerrada, se apea de sus puestos a unos magistrados y a una facultativa del anterior consejo que no ejercían funciones judiciales para reincorporarlos precipitadamente al servicio activo y provocar así que cumpliesen artificialmente un requisito legal imprescindible para poder ser elegidos vocales. Con todo el aprecio y res peto que, por supuesto, merecen lar, personas, políticamente el interrogante del ciudadano fluye de inmediato: si hay cien tos de jueces y magistrados ejerciendo su función judicial, con todas las condiciones para ser elegidos, por qué el partido que apoya al Gobierno se entrega a tan burda prestidigitación. Es difícil aceptar que entre aquéllos no los hubiera tan competentes e idóneos como los voluntariamente apeados.
Es difícil también excluir que el ciudadano no concluya en que lo buscado era atenuar en lo posible la calidad de independencia. Afirmo, porque así lo espero, que si se buscó este fin, no ha sido logrado, pero la duda, que tanto bueno dice de los jueces y magistrados dedicados a su función de juzgar, ha quedado impregnando el ambiente en el que nace el nuevo consejo.
Asistiremos a la primera prueba de fuego sobre la serenidad, objetividad e independencia que tenemos derecho a esperar que sean notas permanentes de su conducta cuando se pronuncie en el que va a ser uno de los actos más importantes de su tasada vida de cinco años. En la primera sesión que celebre, tendrá que nombrar al presidente del más alto órgano del poder judicial del Estado, que es el Tribunal Supremo. En la calidad de presidente del Tribunal Supremo, el elegido presidirá también el Consejo General del Poder Judicial. El carácter accesorio que tiene la presidencia del consejo con relación a la del Tribunal Supremo es una condición que a veces se ignora, pero que no se le ha pasado por alto a la Constitución. Para ésta, lo principal es el Tribunal Supremo (y con él todos los juzgados y tribunales) y lo anejo los órganos gubernativos de la justicia, entre ellos el CGPJ. Esto nos indica que se va a seleccionar a un juez, a . la primera autoridad judicial de la nación, según nos dice la ley, no a una autoridad gubernativa, por lo que las cualidades inherentes a la función judicial se harán presentes. Una de ellas, probablemente la fundamental, es que resulte de su ejercicio la paz y la concordia, la obtención de una paz justa, que suelen decir los procesalistas. Si, como se anuncia, la elección va a ser de un magistrado del Tribunal Supremo, sería bueno que, en cumplimiento de aquella finalidad consustancial a la función judicial, la personalidad del nombrado borrase el mal sabor y divisiones que han dejado en la opinión pública y en la magistratura los hechos a cuya representación hemos asistido, por ser persona de general aceptación. Se ha transmitido la idea de que el pacto interpartidista escondía el as de quién iba a ser el presidente del Tribunal Supremo y que esta carta se vio desde un principio, sobresaliendo de la cinta del sombrero en que se guardaba. No lo creo, porque otra cosa sería agraviar la libertad de juicio de los nuevos vocales. Puesto que escribirán en cuartillas en blanco, mi deseo es que acierten en algo de lo que, para bien o para mal, van a ser plenamente responsables. Y que su acierto no sea fuente de discordia.
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