Ugo
No suelo guardar fotos mías relacionadas con mi trabajo, pero tengo una de cuya posesión me siento orgullosa: en ella estoy entrevistando a Ugo Tognazzi, algunos años ha, y, mientras yo escribo afanosamente en un cuaderno, él, fiel a sí mismo, contempla con glotonería mi escote. He vuelto a sacar esa foto estos días, a modo de despedida de un actor irrepetible, que tenía, como los buenos comediantes italianos, la virtud de encarnar al hombre tal como es, no tal como se sueña.A diferencia de los héroes épicos de Hollywood -serie negra excluida- o de los leves eruditos atormentados del cine francés, los personajes masculinos de las películas italianas han sido siempre carnales, directos, con una complejidad que brotaba tanto de la suma de sus excesos como de la de sus carencias. Egoístas, truhanes, frágiles, simpáticos, incompetentes, embusteros, arrebatados, tiernos y necesarios: como en la vida misma, los hombres apellidados Mastroianni, Gassman, Sordi, Manfredi y Tognazzi -junto a un extenso plantel de secundarios no menos imprescindibles- le devolvían a Adán lo que ganó al abandonar el paraíso gracias al primer ayatolá del que dan cuenta las crónicas, y que posteriormente perdió por culpa de intelectuales y otros incompetentes. Ellos rescataban la naturalidad y el ingenio, el instinto de la supervivencia y la sabia cobardía popular.
Desertores en las guerras, ladrones en los duros periodos posteriores, polígamos en tiempos de molicie, cornudos y enmadrados casi siempre, débiles y cercanos, los hombres encarnados por estos actores de alto vuelo han sido para mí como de la familia.
Quizás por eso, tras la marcha de Ugo, siento un poco de frío en el escote, compensado por la calidez de saber que los gozadores como él no necesitan ir al cielo. Eso queda para las púdicas asociaciones de espectadores.
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