Sangre
Los partidarios de la intervención universal contra Sadam Husein pueden dividirse en tres simplificadas variedades: los que la asumen como el primer experimento de patrullaje universal concertado y quieren saber cómo se ultima; los que han ido al Golfo a hacer de extras de la superproducción yanqui como quien iba a las cacerías de Franco, para ser visto, y los que quieren sangre desde el cálculo previo de que se verterá más la enemiga que la propia, y que es estrictamente necesario para el correcto orden internacional que los iraquíes paguen con sangre y con destrucciones las aventuras de su dictador.A la primera clase de intervencionistas pertenecen los filósofos y curiosos del espíritu en general, necesitados de un primer ensayo universal de nueva verdad después del hundimiento de todas las no verdades, En la segunda hay que inscribir a los oportunistas y pelotas de la historia, independientemente de su rango, con alma de palanganeros. El tercer grupo sanguíneo lo forman casi en exclusiva Margaret Thatcher, el presidente Bush y los Jerarcas de Israel. Se percibe que detrás de las liturgias y las retóricas de cruzada, la mayor parte de los Estados implicados en la tragicomedia del Golfo quieren que la farsa acabe con una negociación, aun a costa de que Irak se quede con algún pedacito de Kuwait. La cruzada ya ha cumplido algunos de sus objetivos activando el mercado del petróleo y el de armamentos, y en cambio está produciendo el efecto inesperado de que a Husein se le aparezca de vez en cuando Mahoma, milagro que tiene como inmediato precedente las relaciones asesoras de Dios Padre con el ex presidente Reagan, y el Espíritu Santo de intermediario.
La Thatcher quiere sangre, aunque no llegue al río. Bush desea la suficiente como para que el tiroteo justifique el alboroto. Los halcones de Israel necesitan de vez en cuando un festín de plasma sanguíneo. De los tres, la Thatcher, madre al fin y al, cabo, es la más humana.
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