Violencia bruta
En 1981, un conciso e inusual ejercicio narrativo del Joven Luc Besson (París, 1959) abrió un atisbo de esperanza en el cine comercial francés. El filme en cuestión se llamaba Le dernier combat, aunque aquí lo conocimos con el exótico título de Kamikaze 1999. Su tema estaba en franca consonancia con el filón abierto por sorpresa por Mad Max, y ese detalle podía atraer a un público que ante la aridez de la propuesta -blanco y negro, sin diálogos aunque con una rica banda sonora- tal vez hubiese desertado.La película funcionó moderadamente entre nosotros, pero tuvo peor suerte la segunda, Subway, que como la anterior partía de una brillante idea -imaginar, como en un cuento de Cortázar, una vida paralela que discurría en las inquietantes y desconocidas profundidades del metro parisiense- pero en la que ya dejaba entrever la enfermedad mortal que iría en el futuro royendo sus virtudes primigenias: el irritante trascendentalismo.
Nikita, dura de matar
Dirección y guión: Luc Besson. Fotografía: Thierry Arbogast. Música: Eric Serra. Francia, 1990. Intérpretes: Anne Parillaud, Jean-Hughes Anglade, Tcheky Karyo, Jeanne Moreau, Jean Reno, Philippe du Jarerand, Roland Blanche. Estreno en Madrid: cines Capitol, Luchana y Multicines Pozuelo.
'El gran azul'
De su tercer filme más vale ni acordarse. Era esa insufrible, pretenciosa peripecia sobre buceadores de grandes profundidades que respondía por El gran azul y que aquí, por una vez, tuvo la respuesta que merecía: el silencio.
Nikita cuenta un argumento simple: una joven desclasada y violenta, la Nikita del título, es ejecutada tras caer en manos de la policía, pero en realidad lo que sufre es un proceso de reeducación que hará de ella una eficaz asesina por razones de Estado. Tras varios años de reclusión en manos de sus adiestradores, se le permite vivir en condiciones normales, aunque de cuando en cuando una voz le susurra al teléfono las instrucciones que deberá cumplir. Enamorada de un hombre común, Nikita descubre una insospechada vocación de ama de casa, hasta que el conflicto entre deber y amor se salda con un final abierto.
Todo esto está contado, como es norma en Besson, con abundancia de efectos, mediante una puesta en escena ampulosa y redundante, golpes de acción y extenuantes páramos de silencios supuestamente significativos. Como en sus películas anteriores, la supeditación de un cine de acción y popular -que a veces está plenamente logrado: véase la brillante secuencia inicial- a la pretensión, loable pero equivocada, de discursear sobre temas trascendentales, pero cuya verdadera trascendencia escapa en todo momento a la comprensión del espectador, atenta gravemente contra la credibilidad. Aquí, por ejemplo, la manipulación de los sentimientos, la existencia de una sociedad brutal e inmisericorde por razón de Estado parecen el objeto de interés del cineasta, pero no pasan de ser un débil telón de fondo para los escasos momentos de acción.
Besson, que es brillante cuando debería ser riguroso, superficial cuando cree estar narrando algo serio, olvida las enseñanzas de su maestro, el gran Jean-Pierre Melville: ninguna concesión a la galería, confianza en los personajes, respeto por lo que se está contando, concisión en la puesta en escena. Es decir, sencillez contra brillantez, rigor contra facilidad. O lo que es lo mismo, cine real contra aburrimiento.
Babelia
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