Noche saudí
La vida cotidiana de un país sobre el que pende la amenaza de la guerra
Cuando hay luna llena es cuando mejor se vive la noche saudí a orillas del golfo Pérsico. Oscurece a las cinco de la tarde, muy deprisa, a Dios gracias.Entonces, los hombres, acompañados de hombres, y algunos con sus ruidosas familias invaden la playa al volante de silenciosos automóviles que suben a las aceras para no separarse de ellos.
La playa es lugar con más cemento que arena. El moderno saudí, que apenas guarda reminiscencias beduínas, detesta el desierto, ahora se ha hecho refinado.
Sin embargo, abre de par en par las puertas del coche, saca una alfombra, la extiende sobre el pavimento y se tumba allí a tomar la luna al lado de su esposa, o esposas quienes, debajo de tan tupidos e inamovibles velos, nadie sabe lo que toman ni lo que dan. Sirven la cena junto a los neumáticos y en corros cerrados.
Las mujeres no pueden bañarse en la playa con los hombres. Menos todavía en las piscinas, donde nadan los hombres cuando les viene en gana y los niños varones.
Las niñas, aun de corta edad, no tienen derecho al chapoteo para combatir un calor de 40 grados.
Comida rápida
La playa está concurrida únicamente de noche. Hay camionetas que venden fast food saudí-américana.
El pollo del coronel Sanders no sabe a caballo de Kentucky sino a camello del príncipe Abdullah. Y la pizza hut se llama torta del jeque.
En cuanto a los monumentos que decoran el litoral jamás son de delfines o figuras humanas. Ni siquiera está autorizada la del pescador.
Son absurdos monumentos a la tetera desconocida o a la heroica marmita. El Corán es algo muy serio y no permite otras frivolidades.
En la playa, se puede ver cómo los hombres se acarician únicamente los pies con una mano mientras pasan cuentas de rosario con la otra.
Los niños piden bañarse y se les obliga a hacerlo con mucha tela puesta, en ocasiones perseguidos por la madre que se sumerge hasta lo que imaginamos que será la rodilla, pues todo su cuerpo no pierde ni un solo momento la aterradora silueta de la ballena.
Aroma de petróleo
Por lo demás, se entiende pronto que a nadie le gusta poner las posaderas como no sea muy cerca del tráfico rodado. Allí, a la altura saludable de los tubos de escape, el saudí aspira con gozo el aroma del petróleo, clave de su riqueza, esencia misma de su ser gas tan mareante como el aborrecido alcohol.
A las dos de la madrugada los saudíes vuelven a sus hogares arrastrando en el rostro la sombra de un tedio infinito (en las mujeres, claro está, permanece el enigma) y, sin embargo, parecen estar diciendo: "¡Qué buena vida nos damos! ¡Qué suerte tenemos!".
Después, el tráfico arrasa la cornisa jalonada de mezquitas, y la luna se ve más alta, llena y triste. Nadie se abraza ni se besa aquí. Los niños gritan como los motores y todos huyen dando bocinazos a la vez. Seguramente porque son felices.
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