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Mañana se celebran en Mónaco los del marido de Carolina

Juan Cruz

El cadáver de Stefano Casiraghi, esposo de la princesa Carolina de Mónaco, fallecido el pasado miércoles en las aguas de Cap-Ferrat, cerca de Mónaco, en el curso de una competición deportiva, reposaba ayer en un ataúd situado en la esquina de una sala de estar clásica del tanatorio de Montecarlo, junto a una pared sencilla y verde que acentuaba la soledad en la que habitualmente se quedan los muertos. Estará allí probablemente hasta mañana, cuando se celebren los funerales en la catedral de Mónaco. No se sabía ayer si el entierro se realizará en el Principado o en la ciudad italiana de Como.

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Símbolo del dolor de una familia perpleja

El día en que murió Casiraghi era un miércoles gris de la Costa Azul, cómo el de ayer, aunque el mar estaba levemente más bravo. Su catamarán, impulsado a 180 kilómetros por hora, volcó cuando intentaba superar una ola. El mar estaba ayer más tranquilo en Cap-Ferrat, y la lluvia fina de Montecarlo se confundía con el estupor de los 30.000 habitantes del Principado, perplejos ante la nueva desgracia de la familia del príncipe Raniero, que descansaba, "presa de la desdicha", como dicen sus súbditos, en el palacio del Principado.El dolor es auténtico. Aunque las medidas que restringen el acceso al cuarto mortuorio no permiten ningún desfile popular, aquí se siente que la gente quería mucho al joven Casiraghi, porque era un buen padre de familia, un buen esposo y, como dicen los monegascos, el hombre que llevó la estabilidad a Carolina, cuyo matrimonio con Philip Junot, roto en 1980 y aún no disuelto por la Iglesia católica, fue úna fuente de desdichas. Era un buen chico, dicen los que le conocieron, y entre ellos están taxistas, camareros y tenderos. Uno de ellos definió así la razón por el aprecio que se le tenía en Mónaco a Stefano Casiraghi: "La gente lo veía con mucho respeto porque siempre nos saludaba a todos como si fuera uno de los nuestros".

"Joven león"

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En realidad, a pesar de su fortuna, que se acrecentó a partir de su relación con los Grimaldi, porque sus negocios inmobiliarios y su empresa de helicópteros crecieron desde que se unió a Carolina, Casiraghi "era de los nuestros" porque no fue otra cosa en las listas de la nobleza del Principado de Mónaco que el marido de la princesa Carolina Y a pesar de que un periódico italiano un día le tildó de "joven león de la jet-set", desde que se produjo aquella unión sentimental con la princesa, en 1983, Stefano vivió una vida cuyos sobresaltos fueron siempre deportivos. Hasta el final. No participó en el primer plano de la Liga de la jet, y dejó a Carolina el protagonismo de las actividades caritativas a las que suele ser dado el ejercicio del Principado; tampoco cultivó las aficiones culturales de la princesa, y toda su vida la dedicó a ganar dinero y a profundizar en la pasión de la velocidad. Toda su vida, hasta la muerte.

El esplendor de los negocios, que a los 30 años, que cumplió el último 8 de septiembre, le habían convertido en un joven especial mente próspero, se asoció en el pasado a la influencia de los Grimaldi, que presuntamente él había utilizado para mejorar sus posiciones comerciales. A pesar de que en Montecarlo no domine el luto, y el lujo sobrio de las tiendas no se ha visto ensombrecido por ningún crespón negro -Casiraghi era sólo el marido de la princesa-, ayer en Mónaco no se hablaba de ' esas cosas, pero sí se volvía a hablar de la sombra negra que la casualidad ha echado sobre la biografía de los Gri maldi.

Además de la muerte de Grace Kelly, la princesa Grace de Mónaco, en un accidente de automóvil ocurrido el 14 de septiembre de 1982, Raniero ha perdido en los últimos tiempos a una sobrina de 35 años y a un cuñado de 45, ambos a causa de muerte natural; ha soportado también la pelea y la separación del primer matrimonio de su hija mayor y ahora ve cómo ésta se queda viuda a los 30 años del hombre que, como decía ayer el diario Nice Matin, había traído al palacio de los príncipes de Mónaco "cierta brisa de felicidad". Esta vez, de nuevo ha sido un accidente el que ha roto el frágil equilibrio de esta familia signada por una casualidad negra: Stefano -aquí todos lo llaman Stefano, porque Mónaco es una casa de familia- había decidido abandonar este año su vida deportiva ligada a la velocidad. Se habían tomado todas las precauciones posibles, según los técnicos, para que fueran adecuadas las medidas de seguridad en este campeonato del mundo de offshore que se iba a disputar, y él mismo se aprestaba a controlar el que iba a ser su último pilotaje de competición.

Entre las cosas que no controló, sin embargo, estaba su propia velocidad. En un mar bien formado, como dicen en Montecarlo, el impacto de una ola inesperada cuando se marcha a 180 kilómetros por hora sobre el mar puede ser mortal. Para él lo fue, y hoy el accidente de Casiraghi se une al de los otros 17 deportistas que desde la posguerra han perdido la vida en su lucha por controlar estos fórmula 1 de los intraborda.

Hay una investigación en curso para aclarar los hechos, aunque no se ha efectuado autopsia. La causa de la muerte es clara, y el impacto que acabó con la vida de Casiraghi se ve hoy en su propia cara en el cuarto mortuorio Los monegascos preferirían que no se indagara más, porque saben que al final del túnel de todas las pruebas que se hagan siempre se corre el riesgo de hallar de nuevo la palabra maldición, y ésa es la palabra que siempre aparece cuando los habitantes de este minúsculo Principado se preguntan por la naturaleza del destino de los Grimaidi.

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