Símbolo del dolor de una familia perpleja
Carolina de Mónaco era ayer el símbolo del dolor de una familia perpleja que ha tocado ya tantas veces con sus dedos de oro el fracaso y la nada. Una desesperación serena se ha dibujado en su rostro, que siempre ha sido considerado como uno de los más bellos del mundo, y ahora su cara parece la metáfora de la impotencia.Cuando se produjo el accidente estaba en París, adonde había ido, como casi siempre, para una ocasión social, relacionada esta vez con !a ópera, y no había regresado para ver a su marido en la que fue la última competición de su vida deportiva.
Al saber la noticia de la muerte de Stefano se refugió en algunos amigos íntimos y viajó en avión privado hasta la ciudad de Niza. Vestida de oscuro, sin tacones, verdaderamente desolada, fue al cuarto mortuorio donde reposa su marido y salió de allí con el mismo rostro con el que hace ocho años despidió a su madre, Gracia de Mónaco: la barbilla compungida, abandonada sobre sí misma, triste.
De la cara de Carolina, sobre la que la leyenda ha situado los más diversos tópicos relacionados con la belleza de Europa, ha desaparecido su carcajada breve y blanca, espléndida, y se ha vuelto a desdibujar su boca afanosa hasta convertirse en un puño íntimo y cerrado, la expresión de un rostro infantil que ya no puede más.
Ayer Carolina de Mónaco no había vuelto al cuarto mortuorio, y la sustituyeron en el velatorio sucesivo del cuerpo muerto de su marido sus hermanos Estefanía, que grababa un disco en Los Ángeles, y Alberto, que también había estado de viaje; italianos que fueron amigos de la infancia lombarda de Stefano, algunos miembros de la jet, como Roberto Rossellini, que fue novio de Carolina; deportistas y hombres de negocios.
En un rincón, contra la pared, un ataúd contenía la sombra del hombre que pareció destinado a atenuar la maldición que padecen los Grimaldi. Hoy la muerte de Stefano Casiraghi ha sido una contribución más a esa historia sombría.
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