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La unificación

El discurso oficial de que la unificación de Alemania sólo va a traer bienes para los alemanes y para el resto de los europeos, y, cómo no, para todos los habitantes de este planeta -sería la primera operación política de esta envergadura de la que todos saldrían favorecidos-, no sólo resulta cada vez menos creíble, sino que, alcanzada la meta en un plazo inimaginable hace un año, ha dado paso al debate más real sobre los costes de la unificación, tema escabroso que empieza a desbrozarse en cifras absolutas, sin identificar todavía a los grupos sociales para los que la relación entre el precio que tienen que pagar y el beneficio esperado va a resultar negativa.Pasados los primeros momentos de emoción, en la que hemos sido partícipes todos -ahí es nada asistir a la liberación de un pueblo-, hasta el más crédulo o ignorante sabe que habrá ganadores y perdedores tanto en el interior de Alemania como en Europa y en el resto del mundo.

Pero antes de tratar de identificar a algunos de los perdedores en la Europa comunitaria y en Alemania -hasta ahora al Tercer Mundo se le ha designado en bloque corno el gran perdedor- conviene eliminar un equívoco que, a aquellos incapaces de juzgar lo nuevo con categorías nuevas, ha impedido acercarse al proceso de unificación sin proyectar no sé cuántos viejos prejuicios antigermánicos, la mayoría de ellos ya sin la menor vigencia. Se trata de un quid pro quo, o dicho en cristiano, de tomar el rábano por las hojas, y deducir de la unificación de Alemania un periodo de inestabilidad creciente en Europa y en el mundo cuando precisamente ha sido el hundimiento del equilibrio que mantenían las dos grandes superpotencias, con el correspondiente inicio de una nueva época de inestabilidad, lo que ha permitido la unidad de Alemania.

Porlaber aprovechado la ocasión única de llevar a cabo la unificación, que casi han impuesto unas circunstancias que han desbordado intenciones y proyectos, sería tan ingenuo como injusto hacer responsables a los alemanes de los desequilibrios y tensiones crecientes que se divisan en el horizonte. La Europa del futuro será, mucho más inestable, no porque la fuente de toda inestabilidad provenga necesariamente de una Alemania fuerte -culpable de reunir a casi 80 millones de habitantes con la economía más dinámica del continente, que no tendría derecho a existir de tomar en serio algunos reproches-, sino porque el derrumbamiento de la Unión Soviética exige una reconstrucción de un nuevo equilibrio en el que han de ocupar el espacio que les corresponde Rusia, ya definitivamente una gran potencia, y una Alemania fuerte.

Para entender los acontecimientos que van a enmarcar a nuestro futuro hay que tener en cuenta dos hechos fundamentales que se olvidan a menudo: en primer lugar, que Alemania ha conseguido su unidad no como resultado de una política propia dirigida a este fin, sino como consecuencia del desplome de la Unión Soviética; en segundo lugar, que los desequilibrios crecientes en Europa no se deben a la unificación de Alemania, sino principalmente a lo que ocurra en la Unión Soviética -y no son pocos los que piensan que su desaparición está a la vista- así como el cariz que tomen los acontecimientos en los Balcanes y en Polonia.

El destino de la Europa del Este es la interrogante que, como espada de Damocles, pende sobre nuestras cabezas, y Alemania no ignora la responsabilidad que en este punto le compete. Desde esta perspectiva hasta quizá haya que alegrarse de que exista una Alemania fuerte, capaz de contribuir a reintegrar a Rusia al concierto europeo, así como tratar de mantener una cierta estabilidad en la Europa del Este. El tratado de cooperación económica que han firmado la Unión Soviética y la República Federal de Alemania, y sobre cuya enorme trascendencia nadie alberga la menor duda, a la vez que modifica sustancialmente las relaciones en Europa podría muy bien constituir el factor de estabilización decisivo de la nueva Europa.

El Gobierno de la República Federal de Alemania no ha dejado de insistir en que su apertura hacia el Este se inscribe en un asentamiento firme en la Comunidad Europea y en la Alianza Atlántica,' y no hay por qué ponerlo en duda, Habría que tener por muy torpe a Alemania para pensar que no habría aprendido las enseñanzas de la historia, dispuesta a aventuras que pudieran cuestionar este enraizamiento, pero tampoco cabe desconocer la fuerza de los hechos y la apertura de Alemania hacia el Este modifica sin duda, se quiera o no reconocer, el modo de su instalación en la comunidad.

La República Federal de Alemania ha sido hasta ahora el motor principal de la unificación europea. Cuando los acontecimientos del Este dejaron traslucir la posibilidad de una pronta unificación, empezó proponiendo un mismo ritmo para la unificación de Alemania y de Europa; el resultado ha sido que se ha conseguido la primera y todo indica que se va a aplazar la segunda. La discusión actual en la comunidad sobre si convendría profundizar la unidad de los Doce antes de pensar en la ampliación podría zanjarse muy pronto a favor de la tesis de la ampliación -Austria, Checoslovaquia- como un primer paso para estabilizar el este de Europa. Según han empezado a calcularse los costes de la unificación, así como la inflación que aportaría una moneda europea, los alemanes, muy significativamente, empezando por el Banco Central, no ocultan un distanciamiento creciente respecto a uña moneda europea. El Acta Única y el primero de enero de 1993 muestran ya un aspecto muy distinto del que hubieran tenido de no haberse unido Alemania. Los países que, como España, habían apostado fuertemente por la unidad política y económica de Europa bajo el patrocinio franco-alemán tienen ya que ir buscando políticas de repuesto.

Dentro de este panorama, no resulta difícil identificar en el interior de Alemania a los grupos sociales que van a tener que pagar los costes de la unificación: la clase obrera. La oriental recupera la libertad al precio de la inseguridad, lo cual puede ser un buen negocio, mientras que la occidental tiene que aceptar compartir los servicios sociales con los hermanos del Este -es decir, asumir un empeoramiento de la calidad y una disminución de los servicios- a la vez que competir en el mercado laboral con el paro masivo de la República Democrática Alemana, con un nivel mucho más bajo de salarios; y aunque en un mercado único la tendencia sea a la equiparación de los salarios, los orientales subirán poco a poco, mientras que los occidentales quedarán congelados durante mucho tiempo, con una cierta tendencia al descenso. Además de las muchas ventajas que la unificación conlleva para. el empresario -se expanden los mercados, se abren nuevas posibilidades de inversión-, una de las que más se congratula de puertas adentro consiste en haber ganado al final la batalla que ha estado dando desde hace varios años para lograr desmontar el Estado de bienestar o, por lo menos, paralizar el ritmo de su crecimiento y frenar el aumento de los salarios.

Los sindicatos ya andaban dando palos de ciego en la crisis anterior, prueba manifiesta de su fragilidad creciente, y hasta ahora callan ante las consecuencias previsibles de la unificación: no se sabe cuánto, pero aumentará la inflación, el interés en los créditos -la población trabajadora es la que se endeuda- y va a recibir menos por su trabajo, a la vez que tendrá que tolerar una subida imprescindible de los impuestos y el que se suprima buena parte de los servicios sociales, o aceptarlos cada vez con peor calidad. Y todo ello en un momento del máximo desconcierto ideológico, con una izquierda que tardará mucho en levantar cabeza después del golpe que ha supuesto el desmoronamiento del llamado socialismo real. Qué lejos de la realidad estaban aquellos que proclamaban que el heredero del colectivismo burocrático sería el socialismo democrático, convencidos de que una Alemania unida significaría una Alemania socialdemócrata.

es catedrático de la Universidad Libre de Berlín.

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