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Janet Calamidad

La autobiografía de la escritora neozelandesa Janet Frame narra el callado heroísmo de una vida de mujer

La escritora neozelandesa Janet Frame, nacida en 1924, célebre en su país, puede empezar a ser conocida en todo el mundo gracias a la película An angel at my table, de su compatriota Jane Campion, Gran Premio Especial del Jurado en Venecia. Janet Frame es autora de narrativa y poesía, pero su obra cumbre, en la que se basa el filme es una autobiografía -de la que por ahora no existe versión española- de tres volúmenes: To the is-island, An angel at my table y The envoy from mirror city. Una vida de lucha a través de un calvario de pobreza y una personal batalla en hospitales psiquiátricos. Frame narra todo, lo atroz y lo hermoso, con un estilo milagrosamente natural.

Hay preguntas que son como nuestra sombra. La de Janet Frame es: "¿Por qué el inundo7. No ha cesado de hacérsela desde que nació, en 1924, en Dunedin, al sur de Nueva Zelanda, en una familia pobre. La madre tenía la virtud de nombrar las cosas -"mirad, niños, una piedra"-como quien muestra el mágico envés del mundo; el trabajo incesante no la permitió ver realizado el sueño de ser poeta. El padre, ferroviario , intentó una vez volar desde el tejado. Antes de Janet, nacieron Myrtle y Robert (Bruddle); después, Isabel y June.Feúcha, de pelo insólitamente crespo, con dificultades para pronunciar correctamente, Janet fue una niña normal, pero que desde el principio estuvo maldecida y bendita por la capacidad de, mirando, ver. Sus primeros recuerdos se asocian al polvoriento camino delante de la casa, y al sentimiento de tristeza de oír el viento en los alambres del telégrafo.

El título de un cuento que leyó tempranamente, To the island, tendría enormes consecuencias. Aunque la familia le señaló la pronunciación adecuada (ailand), ella decía is-land, la Tierra del Es. Años después, empapada ya de dolor, aprendiendo la sabiduría del dolor, Janet comprenderá que la Tierra del Es existía a fuerza de "absorber, más y más deprisa, cada día de mañana".

La vida de Janet Frame es una isla rodeada de enfermedad y muerte. De niña, vio a su hermano Bruddie padecer feroces ataques epilépticos, y le fueron arrancados sus abuelos (la honda voz de la abuela en los spiritual), y latos y perros, y su rebelde, modélica, hermana Myrtle, cuatro años mayor, que sufrió del corazón y murió ahogada a los 16, sin haber podido llegar a ser como su admirada Ginger Rogers; la madre había presentido una tragedia al contemplar, en una foto de grupo familiar tomada justo antes. cómo la imagen de Myrtle salía difuminada hasta la transparencia. Ya veinteañera, Janet perderá de idéntico modo a otra hermana activa y coqueta, Isabel, un año menor; una hermana que le había dicho: "Cuando me muera y te quedes mis vestidos, bajaré y te haré temblar".

Gente del ferrocarril

Los Frame aprovechaban que el cabeza de familia trabajaba en los trenes, y se movían: "En parte, como consecuencia del constante ir y venir de parientes, y por nuestro propio deslizarnos de un sitio a otro, adquirí un exagerado sentido del movimiento y del cambio, y cuando vi que podía usar ese movimiento necesario para crear o recibir aventuras, me sentí radiante". La memoria de Janet está salpicada, desde la infancia, de nombres cuya música la hechiza: Wyndham, Oamaru, Waipapa, Rakaia, Christchurch, Picton... "Éramos gente ferrocarrilera".

Los mil poemas e himnos entonados por la abuela y por la madre, La cabaña del Tío Tom, los Cuentos de los hermanos Grimm, las películas, se reunían en el alma de la cría con palabras-talismán como aventura, imaginación, sueño... La felicidad de al fin usar los libros de la biblioteca pública, llamada Oamaru Athenaeum and Mechanic's Institute, se da la mano, en aquellos años, con el aprendizaje de la amistad como liturgia cómplice: la amiguita Poppy, que adora las historias de Mae West, es la inductora de un juego de frotes que llama follar; la mera mención informativa, en la cena, de ese nombre, acarreará la prohibición de seguir frecuentando a Poppy; habrá otra amiga, Marguerite, toda glamour, que asegura ser nada menos que española, y tras cuyo paso "una mesa se convirtió en un escritoire, un sofá en un chesterfield, un vestido en un ensemble".

Todo eso, y la vivacidad de la escuela, y los ojos de Janet bien abiertos. Midiendo, casi con sabiduría taurina, las distancias. Ese grupo brillante de companeras, cuyo "poder y felicidad, al emanar de ellas, eran casi visibles cuando hablaban; sus vidas sumían en la sombra las vidas del resto de la clase". La escuela donde al fin, casi a los 15 años, tendrá la regla, y olerá con el mismo olor que las demás, y todo se le volverá mirar precavidamente el asiento, y poner estratégicamente el misal al andar. La escuela donde "comprendí que yo era una soñadora, simplemente porque la realidad aparecía por doquier tan sórdida y baldía, y, año tras año, sometía los sueños a un declive sin tregua".

La escuela, y el mundo. La victoria electoral, en 1935, del laborismo liderado por Micky Savage fue en casa de los Frame "casi un segundo advenimiento", pues garantizaba la gratuidad de la asistencia sanitaria para la epilepsia de Bruddie en la Seguridad Social. Y Janet dejaba ya de ser niña, y Nueva Zelanda formaba parte, de repente, del planeta: Hitler ocurría en la lejana Europa, pero en el país de los kiwis se hablaba de peligro amarillo, de pureza racial y de aberraciones como el casamiento de chinos con maoríes.

Poesía

Todo esto era la Tierra del Es. La ausencia de los muertos, la inminencia de la guerra, el primer poema publicado en el periódico local, las películas (donde la gente tenía más de un vestido), sacar a pastar al ternerito Bluey y aprender piano con las uñas mordidas, recitar Todos los perfumes de A rabia y mirarse luego las manos y saber que, en Nueva Zelanda, Lady Macbeth Janet Frame ordeña a la vaca Scraper. Por estas y parecidas razones, Janet escribe en su Diario: "Ellos piensan que voy a ser una maestra de escuela, pero voy a ser poeta".

El año 1945 fue decisivo. Janet, sensible, tímida, se encontró de pronto, finalizados los estudios, ejerciendo de maestra. Demasiado. Ante los atónitos ojos del inspector, salió de la clase, salió del colegio, y no volvió. Incapaz de enfrentarse con tal borrachera de libertad, anegada de aislamiento, se tragó un tubo deaspirinas. Aunque salió del paso y trató de seguir en la Universidad, la suerte estaba echada: al redactar, como ejercicio académico, una breve autobiografía, mencionó levemente el intento de suicidio; a partir de ahí comenzó el infierno.

Internada en un psiquiátrico, le diagnosticaron esquizofrenia, cuyo misterioso significado, al serle revelado por el diccionario, la sumió en la desesperación de sufrir una maldición progresiva y sin cura. Lo que vio en el hospital la marcaría para siempre. Las locas tuberculosas; la que se creía, como ella, escritora, y llenaba planas con la letra o; las que veían cavar zanjas y sabían que eran tumbas... Y el confuso sentimiento de pertenecer a una especie maldita, la de enfermos como Van Gogh, como Hugo Wolf, como Schumann. La culpabilidad, lo inevitable de ser como se es: "Yo era muy tímida, en el fondo de mí misma. Prefería escribir, explorar el mundo de la imaginación, a mezclarme con los demás". Esa maldición, ese coqueteo con la maldición.

Un breve periodo de libertad, que finaliza cuando Isabel muere de forma exacta a como había muerto Myrtle. La familia trata de que Janet no tenga que enfren

tarse a ningún dolor o incomodidad, y Janet, sintiéndose excluida, se retrae más y más. Acabará por ser internada en otro infierno aún peor, llamado Sunnyside Hospital. Le aplicaron más de 200 electrochoques, "cada uno equivalente; en cuota de miedo, a una ejecución". A Janet le salvó la literatura: su esfuerzo por seguir escribiendo cristalizó cuando su libro de relatos, La laguna, consiguió un premio, lo cual acarreó la interrupción "bajo observación" del internamiento. La pesadilla había durado hasta 1954. Janet tenía ahora 30 años. No olvidó nunca. Años después narraría su tortura en Faces in the water, un homenaje a quienes, como su compañera Nola, "que desafortunadamente no ganó ningún premio", se vieron lobotomizadas, "silentes, dóciles", convertidas en zombies.

De nuevo en la calle, Janet trabajó curando enfermos, fregando platos, arreglando cuartos de hotel. Lo importante era tener tiempo para escribir. Cuando viajaba a visitar a los padres, le era difícil evitar la depresión: la madre, casi ciega, con una vida de duro trabajo a cuestas, de frustración íntima. "Sentí la terrible reducción de su vida, un hurto final al que no podía enfrentarme. Supe, también, que nunca me acercaría a ella, que mi pasado y mi futuro eran barreras contra la intimidad que crecían entre mi madre y yo".

A través de su hermana June conoció a un hombre providencial, Frank Sargeson. Poeta, homosexual proselitista, cedió a Janet una choza junto a su cabaña y se convirtió en su mentor, crítico, confidente. Una reciente guía de Nueva Zelanda dice: "Parece inevitable que, a mayor talento, menos ingresos. Sargeson murió en la pobreza". Pero era una persona auténticamente rica: hizo que Janet se sumergiera de la primera a la última página en Proust, Tolstoi, Faulkner. Cuando la madre de Janet murió de repente en la cocina en brazos del padre -sus últimas palabras fueron: "Creí que había hecho té..."-, Sargeson se las ingenió para encabezar una conspiración para que Janet emprendiese un largo viaje a Europa. Janet tenía poco lastre que soltar. La familia le había informado casi de tapadillo de la muerte, y ella obró como se esperaba de quien había pasado por esos hospitales: no ir al funeral, llevar la procesión por dentro.

Claves

"Había empleado mi vida en observar y escuchar a mis padres, tratando de descifrar su código, siempre en busca de las claves. Ellos eran dos árboles entre nosotros y el viento, el mar, la nieve; pero eso fue en la niñez. Sentí que sus muertes podrían dejarnos a la intemperie, pero también permitir pasar la luz en todas direcciones". Así se embarcó. Atrás quedaba un país donde "yo, e incluso mi ambición de escribir, había sido mirada corno evidencia de anormalidad".

Treinta y dos días después desembarcaba en Southampton y cumplía 32 años. Su objetivo era Ibiza, donde Ferguson y los amigos le habían asegurado que podría dedicarse a escribir. No obstante, rindió unas jornadas de pleitesía a Londres. Lo sexual, si nuosamente, empezaba a manifestar su presencia: un paseo junto al Támesis con un joven poeta y, sobre todo, el encuentro en el autobús con un nigeriano que, al negarse ella a bailar en la intimidad, sonrió amablemente y le dijo: "Necesitas bailar. Vosotros ingleses, necesitáis bailar, no sabéis divertiros"; ella fue a matizar que no era inglesa, "pero su observación era correcta".

Londres, de cualquier modo, le puso en contacto con un mundo amplio y con desconocidos universos literarios como el de las Indias occidentales. Y Londres, al volver de la decisiva Ibiza y de Andorra (donde sufrió un aborto natural y un ex maquis italiano le propuso matrimonio), le brindaría la confirmación médica de que nunca tuvo esquizofrenia y le permitiría publicar varios libros.

Podía ya volver a Nueva Zelanda, tras siete años. Conocía su verdadera patria, la literatura, la Ciudad de los Espejos.

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