Del mirto a la yperista
Juan de Solórzano Pereyra, en su Política indiana (Madrid, 1648), libro II, capítulo X, parágrafos 1 al 20, al compulsar las diversas opiniones sobre el cultivo y el comercio de la coca en El Perú, recoge la de Juan de Matienzo y otros autores con estas palabras: "... que como los Indios no fuesen forzados ni maltratados, no se podía quitar esta grangería y cultura de la coca, porque ellos sentirían mucho carecer de ella y los Españoles perderían las crecidas sumas de Oro y Plata [sic, con mayúsculas] que con suavidad y gusto de los Indios les sacaban..."; y, más abajo, al ponderar los escrúpulos de conciencia que los granjeros españoles de la coca pudiesen abrigar ante el uso supersticioso que los indios podían hacer de su consumo (todavía entonces, por añadidura, aún muchos españoles achacaban a pura sugestión -o "ilusión del demonio"- hasta su efecto estimulante, aunque ya en 1590 el padre Acosta, en su Historia natural y moral de las Indias -libro IV, capítulo XXII-, daba por comprobada, a partir de su observación comparativa, la realidad de esos efectos), disipa tales escrúpulos, recordando los recelos que algunos juristas habían formulado sobre "los que venden afeytes, naypes, vino, y otras cosas tales a los que saben, que han de usar mal de ellas" y remitiéndose a la opinión de los teólogos en el sentido de que "como lo que se vende sea en sí bueno o indiferente, no tiene culpa ni pena el vendedor" y acudiendo, por fin, al ejemplo del padre Rebelo sobre el cristiano que vende corderos al judío, con los que éste "puede o suele celebrar su Pascua", y aun, como más análogo al caso de la coca, al de un tal Navarro sobre si "pueden los Christianos cultivar y plantar huertas de myrtos para vender después sus ramos a los Judíos, quando celebran con ellos sus Fiestas, que llaman Scenepegias".
Parece evidente que el autor pone aquí el caso de los corderos como cosa, en sí misma, buena, y el del mirto, como cosa, en sí misma, indiferente, tal y como pretende que es la coca paraquien la cultiva y mercadea. Este criterio de equiparar la coca con el mirto parece ser que fue -por lo que se trasluce- el que prevaleció en la Recopilación de 1680, texto definitivo de las Leyes de Indias, donde, con algunas variantes y añadidos, se reproduce una cédula real muyanterior a la obra de Solórzano (Felipe II, Madrid, a 18 de octubfre de 1569). He aquí la letra de la ley, tal como reza en la Recopilación, libro VI, título XIV, ley primera, folio 253 recto:
Somos Informado, que de la costumbre, que los Indios del Perú tienen en el vso de la Coca, y sugrangería, se siguen grandes inconvenientes, por ser mucha parte para sus idolatrías, ceremonias, y hechizerías, y fingen, que trayéndola en la boca les da más fuerCa, y vigor para el trabajo, que según afirman los experimentados, es ilusión de el Demonio, y en su beneficio perecen infinidad de Indios, por ser cálida, y enferma la parte donde se cría, e ir a ella de tierrafría, de que mueren muchos, y otros salen tan enfermos, y débiles, que no se pueden reparar. Y aunque nos fue suplicado, que la mandassemos prohibir, porque deseamos no quitar a los Indios este género de alivio para el trabajo, aunque sólo consista en la imaginación. Ordenamos a los Virreyes, que provean cómo los Indios, que se emplean en el beneficio de la Coca, sean bien tratados, de forma, que no resulte daño en su salud, y cesse todo inconveniente: y en quanto al vso della para supersticiones, hechizerías, ceremonias, y otros malos, y depravados fines, encargamos a los Prelados Eclesiásticos, q[ue] estén con particular cuidado, y vigilancia de no permitir en esta materia, ni aun el menor escrúpulo, interponiendo su autoridad, y jurisdición: y a los Curas, y Doctrineros, que lo procuren saber, y averiguar, y den cuenta a sus superiores. [Sólo he actualizado los acentos.]
Vemos, pues, que para los españoles de los siglos XVI y XVII, el dictamen que prevaleció fue el de que la coca podía constituirse en objeto de pecado tan sólo para el indio que la compraba y consumía, pero no para el propietario agrícola español que la hacía cultivar y la vendía. Cosas más negras hay detrás de este criterio, relacionadas con la explotación minera, pero de ellas me ocuparé en otro lugar, pues ahora sólo se trata de servirme del contraste que nos presenta ese criterio con la total inversión de perspectivas que hoy vemos al respecto, a fin de proyectarlo, por analogía, con la tercera cosa que aquí importa. Hoy, en efecto, mientras el pecado de la coca se ha apartado de quien la compra y la consume, para ir a descargar todo su peso, entretanto infinitamente acrecentado, sobre quienes se emplean en producirla, en traficar con ella y en venderla, podemos ver cómo, por el contrario, otra no menos multimillonaria mercancía se sujeta, casi punto por punto, al criterio jurídico-moral que los antiguos españoles juzgaron oportuno observar para la coca: el armamento.
Respecto de éste, rige, en efecto, la doctrina de que las armas son, en principio, ya sea buenas, en sí mismas, como los corderos que criaban los cristianos, aunque fuese para venderlos a los judíos, aun a despecho de que los destinasen a celebrar su Pascua, ya sea indiferentes, en sí mismas, como los mirtos que el cristiano pudiese cultivar, para vender sus ramos al judío, que celebra con ellos sus fiestas Scenopegias. Aunque sería una ofensa a la memoria del doctor Solórzano pensar que, de haberse visto enfrentado a una cuestión como la del aqual mercado internacionalizado de armamentos -sin duda inimaginable en el siglo XVII-, no habría tenido los más graves reparos jurídico-morales para pronunciarse positivamente como con la coca, el caso es que para el derecho y la ética vigentes hoy en día, frente a la espectacular vuelta de campana que ha dado la doctrina respecto de la coca, el fabricante y mercader de armas es hoy tan inocente como para nuestro doctor lo era el cristiano criador de corderos o cultivador de mirtos.
Teniendo en cuenta -que los escrúpulos de antaño no tenían más motivo que la ocasión de pecado en que tal o cual producto pudiese poner al comprador y usuario, el criterio hoy vigente, por lo que atañe aisladamente a éste, se diría que responde a la consideración de que hay menos pecado en el consumidor de cocaína, dado que, al menos en principio, sólo puede ir en daño de sí mismo, que en el comprador de armas, por cuanto puede dirigir el daño contra otros. Pero tal diferencia no tiene más efecto que el de despenalizar el consumo de la coca, al tiempo que, tal vez por contrapartida, con el fin de cubrir la inadmisible vacante producida en la plaza de culpable, se incrimina, persigue y penaliza con
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Del mirto a la yperita
Viene de la página anteriorinusual ferocidad al productor, traficante o vendedor, invirtiendo diametralmente, como he dicho, la doctrina antigua, esto es, la de la inocencia de cualquier producto en cuanto mercancía -o sea en su estado de producción y venta-, remitiendo el pecado sólo al uso; doctrina que, por el contrario, se conserva prácticamente intacta en lo que atañe al productor, traficante y vendedor de armas. Aún más anómala resultará la situación jurídica vigente respecto de la coca y otras drogas no bien se considere que hasta los gases letales para uso militar, cuyo empleo fue proscrito ya en tiempos de la Sociedad de las Naciones de Ginebra, gozan, no menos que las otras armas, del estatuto de inocencia de toda mercancía en cuanto mercancía, o sea por cuanto afecta a la responsabilidad jurídica del productor, vendedor y hasta del comprador, al menos mientras las tenga precintadas y ociosas en los arsenales.
Si hemos podido ver cómo el doctor Solórzano se iba inclinando decididamente hacia el principio de la inocencia de toda mercancía en cuanto tal, sería, sin embargo, injusto dejar de reparar en cómo, aun en la propia argumentación de su doctrina, se descubre un estado de la sensibilidad jurídico-moral todavía bastante receptiva para las cualidades específicas que diferencian las virtualidades de uso de cada concreta mercancía, y conellas su posible relación con la noción de lo beneficioso y lo daflino. Pero hasta el último residuo de semejante sensibilidad se vio arrastrado por el furor del vendaval de la ominosa galema que ya venía tifiendo de plomo el horizonte.
La incondicionada legitimación final del más gratuito y caprichoso afán de enriquecerse por enriquecerse, la transfiguración en benemérita virtud civil del furor del lucro más ciego y más desaforado, no podía por menos de hacer -por decirlo según la clásica expresión latina: non olet- totalmente inodoro el dinero. El dinero, el homogeneizador universal, neutraliza toda posible diferencia especificadora entre una u otra mercancía cualquiera. La reducción a pura relación de equivalencias en su valor de cambio produce la total descualificación del variado universo de las mercancías; hechas idénticas por el principio de conmensurabilidad indispensable para el intercambio, todas se vuelven igualmente inocentes. Ya habrá podido adivinarse que esto no es más que un corolario lateral, desde el punto de vista de lo benéfico o dañino -de la culpa o la inocencia- de un ya viejo y conocido tópico: el delfetichismo de la mercancía. Bajo el nombre de fetichismo de la mercancía se denunciaba, si no recuerdo mal, el hecho de que a la postre resultaba ser relaciones entre hombres. Lo que aquí llamo inocencia universal de toda mercancía en cuanto mercancía se me aparece como la más terrible consecuencia y manifestación del fetichismo de la mercancia, que Carlos Marx acertó a descubrir y denunciar, cuando tal inocencia se extiende al armamento; pues si hay en el mundo alguna mercancía que en modo alguno pueda sustraerse (neutralizando o aliviando de la forma que fuere los efectos de su fetichización) a la condición de tramitar relaciones entre hombres, y justamente las más trágicas y despiadadamente convulsivas, esa mercancía es el armamento, por cuanto incide del modo más directo y más cruento en las relaciones de poder y de dominación, relaciones entre hombres, si las hay. En la industria y comercio de armamento, el fetichismo de la mercancía, bajo el aspecto de inocencia de toda mercancía en cuanto mercancía, se convierte en el crimen de poner bajo la máscara de relaciones objetivas entre cosas, relaciones entre hombres que tienen el rostro mismo de la muerte.
La internacionalidad de las relaciones de poder y dominación que tramitan y alteran la industria y el mercado de armamentos hace que los Estados productores y exportadores se reserven cierta capacidad de interponer limitaciones prudenciales ante la eventualidad de un uso inconveniente por parte de tal o cual cliente comprador. El sentido de esa inconveniencia, así como la aplicación de esas limitaciones, en modo alguno permite, sin embargo, discernir ningún criterio uniforme y regular, sino que ofrece más bien la descoyuntada fisonomía de una casuística: unas veces apela a la condición del régimen político del Estado al que vende o se niega a vender armas, otras se atiene a su posición internacional de amigo o enemigo (y en este segundo caso incluso a la posibilidad o imposibilidad de atraerlo a la propia esfera de influencia). Cuando, por fin, no hay o no se consideran elementos de juicio, el criterio es que todo país tiene derecho a defenderse, y el fabricante y vendedor de armas, siendo éstas inocentes en sí mismas en cuanto mercancía, y en nombre de su legítimo derecho soberano a la maximización del beneficio, le vende todas las que puede, sin andar mirando en si el comprador no parece sospechosamente exagerado en su preocupación por la defensa.
En los casos, siempre más escabrosos, de guerra ya entablada, alguna vez parece ser el del derecho: se le vende armamento al agredido y se le niega al agresor. Otras, a falta de decisión jurídica al respecto, no se vende a ninguno, para no atizar el fuego, o bien, para no inclinar la balanza a una u otra parte, se venden armas a los dos (y, por cierto, como, con Irán e Irak, ha hecho, según alguna voz tal vez maledicente, la industria armamentística española). A veces, finalmente (sin que con ello se agote en modo alguno el abanico de la casuística posible), el criterio jurídico de la distinción entre agredido y agresor cede su puesto al criterio moral o religioso: así ocurrió en no pocos Estados de Occidente respecto a la guerra Irak-Irán; Irak era el agresor, pero Irán estaba gobernado por el diabólico ayatolá Jomeini. Una curiosa analogía, por cierto, con las Leyes de Indias, donde eran también las autoridades religiosas las encargadas de entender sobre los malos usos de la coca.
¿Cual será hoy el criterio tras la invasión de Kuwait? Entretanto, todos se han puesto a llamar fanático a Sadam Husein, por sus clamores de yihad o guerra santa, pero ¿no es fanatismo de guerra santa la explícita demonización del presidente iraquí por Margaret Thatcher, pidiendo para él un nuevo Núremberg? ¿No es fanatismo de cruzados de la fe haber llamado traidor al viejo Heath, por preferir la palabra mejor que no las armas, al igual que a Waldheim, que, como presidente de un país neutral, se fue en persona a por sus ciudadanos y se los trajo en su mismo avión de vuelta a casa?
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