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Por un puñado de dólares

Emilio Ontiveros

La retórica política no puede ocultar la verdadera naturaleza económica del conflicto del golfo Pérsico. El espectro de un nuevo colapso en la oferta de petróleo ha constituido el arma principal de su provocador y el más eficaz aglutinante del inusual consenso internacional conseguido en la articulación de una respuesta, cuya trascendencia, al menos hasta hoy, también es económica. La disuasión necesaria para garantizar una razonable estabilidad en el mercado del crudo, mediante el despliegue en la zona de tropas estadounidenses, cuesta diariamente 50 millones de dólares, sin incluir lo que los contables del Pentágono consideran combates de cierta importancia. Aquellos países más directamente beneficiarios de ese servicio de seguridad deberán contribuir a sufragarlo, ha afirmado el presidente Bush. Con este propósito recaudatorio los secretarios de Estado y del Tesoro estadounidenses iniciarán esta semana un periplo por Europa, Asia y la propia región en conflicto.Japón y Alemania, las dos potencias económicas más importantes sin presencia en el Golfo, serán los principales contribuyentes. Sus compromisos de posguerra, reflejados en sendas constituciones antimilitaristas, no pueden seguir sirviendo de coartada a esta suerte de pacifismo mercantilista a costa del presupuesto estadounidense. Alemania ha aceptado de buen grado la visita del emisario y ha mostrado su disposición a contribuir con no menos de 600 millones de dólares. Decepcionante, cuando menos, resulta para la Administración americana la actitud vacilante y un tanto cicatera del Gobierno japonés. La contribución al mantenimiento de las tropas estadounidenses que públicamente ha comprometido el primer ministro Toshiki Kaifu, 1.000 millones de dólares (desembolsables en los próximos seis meses) y el envío de alimentos, agua y 100 médicos, es a todas luces insuficiente en relación a la valoración económica que de la seguridad en el suministro de crudo a un precio razonable realiza la Administración estadounidense; mucho menos si en el denominador de ese cociente se colocan los propósitos nipones de convertirse en un actor importante en el concierto internacional. Los funcionarios norteamericanos reprochan a sus homólogos japoneses las reticencias a poner a disposición de los embargadores esos sofisticados medios de transporte que tan diligentemente sitúan en EE UU las mercancías responsables de los más de 50.000 millones de dólares de superávit comercial bilateral.

En Europa, quedan exentos de la contribución el Reino Unido y Francia, únicos países cuyo despliegue militar es considerado suficiente para el propósito de garantizar el embargo. Aquellos que han mantenido una actitud equívoca o se han limitado a una presencia en el Golfo poco más que testimonial, con embarcaciones poco vistosas (token naval, vessels), tendrán que asumir, muy probablemente, el desembolso en una segunda ronda.

En pocas ocasiones la Administración estadounidense ha planteado de forma tan explícita e imperiosa esa pretensión por obtener contrapartidas en moneda corriente a sus actuaciones como guardián de nuestra civilización. La debilidad de su economía y su maltrecho presupuesto, tras ocho años de escalada armamentista, han debido de precipitar ese ajuste de cuentas con algunos de sus aliados, que, paradójicamente, son también hoy sus más importantes acreedores.

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Es cierto que la invasión de Kuwait por Irak constituye -un test de la medida en que las naciones están dispuestas a pagar un precio por asegurar la paz y el bienestar económico en una situación distinta a la de la guerra fría. La internacionalización de este conflicto y la coincidencia casi general en la vía adoptada para intentar neutralizar sus repercusiones económicas justifica la distribución de sus costes. La compensación a los países más directamente perjudicados por el embargo a Irak difícilmente puede equipararse a la pretensión por sufragar la nota de gastos de las Fuerzas Armadas de EE UU. La asunción con todas las consecuencias de esa lógica mercantilista podría conducir, en las condiciones de concurrencia de tales servicios de seguridad que la desaparición de la guerra fría permite, a la expulsión del mercado de esas Fuerzas Armadas o, por el contrario, a hacer de ellas un monopolio de mercenarios. Todo, por un puñado de dólares.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid.

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