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Un verano en la Luna

Antonio Muñoz Molina

Muy poca gente sabe que una de las primeras consecuencias funestas de la llegada del hombre a la Luna tuvo lugar en mi pueblo, apenas un minuto después de que en los televisores en blanco y negro se viera descender por la escalerilla de la cápsula, con lentitud onírica, a aquel astronauta vestido de buzo que pisó el polvo lunar como un bañista friolero y cobarde que hace pie con alivio en la parte menos profunda de una piscina. En ese instante, un conocido de mi familia, hombre tan dado al entusiasmo y a la retórica que hablaba con mayúsculas, se levantó del sofá donde acababa de presenciar en directo aquella proeza y se asomó enfervorizado y solitario al balcón de su casa, que daba a la plaza del General Orduña, más vacía y más grande que nunca a esa hora de la madrugada. En el balcón, como un tribuno, asiendo la mano izquierda a la baranda y levantando la derecha en ademán de arenga, mi vecino declamó con su profunda voz de órgano, que retumbó en los soportales desiertos como debajo de una cúpula: "¡Albricias! ¡El hombre ha llegado a la Luna!". Pero quiso el azar que en esos momentos pasara bajo el balcón un labrador que seguramente había madrugado para cavar pies de olivos con la fresca, porque llevaba una azada al hombro, y al oír aquella voz surgida de la oscuridad y el silencio se volvió sobresaltado para verde dónde procedía, y tropezó con un escalón y cayó de cara contra los adoquines, mal diciendo, mientras volvía a levantarse y se limpiaba la sangre de la boca, a la Luna y a los astronautas y al desconocido cuyas voces habían tenido la culpa de su infortunio.La gente del campo, sobre todo los mayores, desconfiaban profundamente de la verdad de aquel viaje, que a los adolescentes adictos a Julio Verne y a H. G. Wells nos había tenido en vilo desde principios del verano. En las provincias rurales del interior, no alcanzadas por los planes de desarrollo ni por el turismo, aún no se había extendido entre las clases modestas la tonta convicción de que el verano fuera un tiempo especialmente propicio a la felicidad, a la vagancia y a los baños marítimos. Había quien se bañaba en calzoncillos en albercas infestadas de ovas, y los más audaces emprendían el 18 de julio expediciones a los pantanos próximos, volviendo por la noche con la espalda quemada y con las plantas de los pies heridas por los terrones y guijarros de la ribera. Se Murmuraba que uno podía hacerse rico trabajando de camarero en Mallorca, y que en las playas se tendían al sol, casi desnudas, extranjeras desenfrenadas y rubias. Más de un futuro héroe retrospectivo de mayo del 68 concibió entonces la ambición de aprender idiomas y labrarse una carrera de maître libertino en los hoteles de la costa.

Los más cándidos quisimos aquel verano llegar a ser astronautas. Estábamos, literalmente, en la Luna, y desde que oscurecía buscábamos su solemne aparición en la noche azul marino de julio. Por primera y casi por única vez en nuestras vidas, la realidad que nos transmitía instantáneamente la televisión era más excitante que las invenciones de los libros, y la máquina arácnida que se había posado sobre el polvo fosforescente de la Luna nos parecía más hermosa y novelesca que la insensata bala de cañón donde viajaron los astronautas de Verne y que la nave poliédrica y las persianas con pintura antigravitatoria de Wells. Nos enojaba el incrédulo desdén de nuestros mayores, que no sólo no encontraban motivos para creer que aquella noticia fuera menos embustera que cualquier otra de las que suministraban la televisión, la radio y los periódicos, sino que además temían, en el caso de que el viaje fuera cierto, que ese trajín de naves espaciales averiara irreparablemente el orden de las estaciones y el equilibrio de los calores y las lluvias. Detestaban las expediciones lunares con igual ahínco que las carreras ciclistas: hombres como castillos, en la plenitud de su fuerza y de su edad, en vez de trabajar honradamente perdían el tiempo y extenuaban su vigor pedaleando a toda velocidad sobre bicicletas absurdas que no parecía que fueran a ninguna parte.

Pero el principal motivo de la incredulidad de los mayores sobre el viaje a la Luna era que que tenían una idea precopernicana del universo, no basada en los libros, con los que no tenían más trato que una admiración reverente y lejana, sino en la experiencia irrebatible de que el Sol y la Luna se movían alrededor de la Tierra y de que no había razones para suponer que ésta no fuera plana. Los televisores, todavía infrecuentes no los habían acostumbrado a los paisajes exóticos ni a las series de ciencia-ficción. La forma del mundo se ceñía para ellos al valle del Guadalquivir tan satisfactoriamente como al valle del Nilo para los campesinos egipcios del tiempo de los faraones. Nos contaban en la infancia que los confines del cielo estaban apoyados en colosales horcones, y que el viento procedía de grutas o simas situadas inaccesiblemente en las cordilleras más lejanas del horizonte. Si hasta un idiota podía ver que la Luna crecía y menguaba, y en ocasiones desaparecía del cielo nocturno, ¿quién en su juicio iba a creer que era posible caminar por ella como por la tierra firme y áspera que pisábamos nosotros?

Engreído por mis lecturas, a las que un pariente mío atribuía no sin fundamento el riesgo de perder la razón y de acabar cazando moscas, abogado de la ciencia y de las luces del progreso en medio de aquel oscurantismo unánime, yo intentaba con perseverancia explicar lo que era tan evidente para mí como para ellos imposible. Sobre la mesa del comedor, una sandía reluciente figuraba la Tierra, y una pera o un melocotón el satélite que iba haciendo muy despacio girar en torno a ella. La neve, un mechero, trazaba un limpio arco en el espacio hasta llegar con lentitud pedagógica al astro inferior, en cuya piel duraba un olor fragante a agua helada del pozo. Miraba con satisfacción y desafío las caras congregadas alrededor de la mesa, como Arquímedes en su bañera o sir Isaac Newton sosteniendo una vez más la manzana, mientras se quitaba distraídamente de la peluca una brizna de hierba; de este modo habían llegado los astronautas a la Luna. Sólo una voz se atrevió a Interrumpir el silencio: "Y una vez que han llegado, ¿cómo han podido entrar?". Inmune al desaliento, a la ignorancia, al desdén, anoté en un diario la fecha de la culminación de la aventura: 19 de julio de 1969. Los periódicos aseguraban que había sido un día tan memorable como el del descubrimiento de América. "¡Qué pequeño paso para un hombre!", declamaba mi vecino, que se había ap rendido de memoria la oportuna frase histórica pronunciada por el astronauta Amstrong justo unos segundos antes de pisar ingrávidamente el suelo de la Luna, "¡pero qué gran paso para la humanidad!".

Se han cumplido veintiún años de aquel viaje y ya nadie se acuerda de la pasión por las exploraciones lunares, como si fuera cierta la prolija falsificación que mis mayores sospechaban y todo hubiera quedado en un gran hangar con el suelo de arena y focos de televisión inservibles y forillos pintados para simular una lejanía de llanuras y cráteres. Tal vez por culpa de tanto trajinar en el cielo con satélites y naves espaciales ahora llueve muchos menos que entonces, de manera que a los pantanos casi vacíos ya nadie baja a bañarse. En lugar de ahogarse en ellos, los veraneantes, que ya tienen coche y saben nadar, prefieren matarse en las hecatombes semanales del tráfico. En cuanto a las extranjeras inmorales y rubias, se rumorea que van desertando de las playas, y algunos suponen que nunca existieron de verdad. De vez en cuando los astronautas imaginarios de entonces miramos hacia la Luna en las noches de verano y nuestra indiferencia ya es casi semejante a la suya, como si miráramos a una muchacha que nunca nos hizo caso y a la que hace mucho tiempo dejamos de querer. Pero nos gusta acordarnos de que en algún lugar de esos desiertos de polvo blanco y candente perduran al cabo de veintiún años huellas indelebles de pisadas humanas.

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