La huella de Lawrence de Arabia
Como las antiguas rutas de las caravanas estaban salpicadas de huesos humanos y de camellos, muertos en el empeño de cruzar el desierto, así la carretera que conduce desde Ammán a Bagdad está plagada de neumáticos reventados por un firme ardiente. Es, el enfrentamiento diario entre el desarrollo y la naturaleza, que en esta parte del mundo tiene características sublimes.El oasis de Azrq divide el desierto en dos universos distintos. Atrás quedaron las arenas doradas y los matorrales, para adentrarse en un. profundo mar de piedra negra.
Se podría decir que estos peñascos oscuros son ajenos a la tierra que esconden, que llovieron del cielo y alguien los colocó formando un manto con el que cubrir la arena. Sin embargo, se han integrado tan bien que en el horizonte el desierto toma una tonalidad azul marino y el cielo pierde parte de su brillantez cegadora.
El oasis Azul -ése es el significado de la palabra Azrq- está preñado de historia. Detrás de las palmeras que salen a tu encuentro en señal de bienvenida, se yergue, aún altiva, la fortaleza que, construida por los romanos, fue restaurada por el gobernador mameluco de la región en el siglo XIII, y 300 años más tarde serviría de base a Lawrence de Arabia durante la revuelta árabe contra ese dominio turco.
La multitud de aves que anidan en Azrq hizo de esta zona la preferida de los califas Omeyas para dedicarse a su diversión preferida, la caza. En los 100 kilómetros que separan este oasis de Ammán, los califas han dejado sus huellas en dos espléndidos qasr, o castillos del desierto.
Coches, 'jaimas' y sol
En las largas rectas asfaltadas del camino la gente aprieta los aceleradores de sus coches al máximo. Dicen que un ensanchamiento que hay en esta zona absolutamente plana está destinado a pista de aterrizaje ante una eventual agresión israelí, el eterno enemigo jordano.
A los lados de la carretera, sin entender qué significa la velocidad, camina algún, que otro nómada con su rebaño de ovejas o de cabras. Ellos son los únicos que no entienden las fronteras.
Con sus jaimas (tiendas) a cuestas, montan sus campamentos donde les dicen las estrellas en ese momento, y poco les interesa que esa guerra reciba este nombre o aquel.
Bajo un sol que aprieta fuerte y ante el continuo cansancio que provoca la falta de árboles, algunos árabes venidos de Irak optan por tomarse un descanso voluntario y se tumban en el suelo entre dos coches amigos y protegidos por la sombra de una sábana vieja, previamente sujeta a las bacas cargadas de maletas de sus vehículos.
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