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Muere Rik van Looy a los 90 años, uno de los ciclistas más grandes de la historia

El Emperador de Herentals, orgullo y envidia, profesional de 1954 a 1970, ganó tres Mundiales, dos Roubaix, dos Flandes, una San Remo y etapas en las tres grandes

Rik van Looy
Victorious Rik Van Looy en el podio.INA (INA via Getty Images)
Carlos Arribas

Dos días antes de cumplir 91 años ha muerto Henri Rik van Looy, Rik II, Emperador de Herentals.

Fabuloso sprinter, clasicómano único, Van Looy llenó una época en Bélgica y en el mundo entre otros dos de los más grandes, Rik van Steenbergen, Rik I (y siempre le dolió a Van Looy no ser el único Rik, y por eso siempre eligió otro apelativo glorioso, Emperador de Herentals) y Eddy Merckx, a quien temió e intentó despreciar antes de ser derrocado.

Intransigente, dictatorial, orgulloso, envidioso, mal genio, sarcástico, individualista, antipático. Y envolviéndolo todo, pasión. En su cuerpo de músculos esculpidos, qué gemelos y cuádriceps, en su mirada de reptil, maligna a veces, vigilante siempre, se encontraban todos los atributos del verdadero campeón. También en la carretera lo fue. “Era un goleador. Y en un equipo pueden jugar tres centrocampistas o cuatro defensas, pero goleadores, solo puede haber uno”, explicaba Walter Godefroot, un gran ciclistas belga ensombrecido siempre por los más grandes, para explicar por qué cuando Merckx salto al profesionalismo a los 19 años en el equipo Solo-Superia de Van Looy el recibimiento no fue espectacular. “Un supercampeón no puede ser un buen compañero. Tiene que ser egoísta, individualista. No es su culpa. Es la realidad”. Y por la noche, en las cenas del equipo, Van Looy se juntaba con los suyos y le tomaba el pelo al niño Merckx, y le sacaba de sus casillas cuando le llamaba Jack Palance, el actor malo, malísimo, el Atila de Atila, rey de los hunos, la película que llenaba las salas.

Si los ciclistas españoles o italianos de la época se habían hecho duros y resistentes, infatigables, pedaleando en las oscuridades del estraperlo, Rik van Looy, nacido el 20 de diciembre de 1933 en Grobbendonk, a las afueras de Herentals, norte de Bélgica, un páramo entonces al este de Amberes, comenzó repartiendo periódicos cuando Van Steenbergen reinaba. Su carrera profesional, después de haber sido el mejor amateur de Bélgica, se alargó de 1954 a 1970. Comenzó con Van Steenbergen en lo más alto —en la década de los 50 el primer Rik ganó tres Mundiales, dos Roubaix, dos Flandes, una San Remo y etapas en las tres grandes— y terminó cuando el Caníbal Merckx era incontestablemente el mejor de la historia. Pero Van Looy consiguió dejar su huella profunda. Fue el primer ídolo de masas, de fanáticos que nunca se permitieron pasarse a adorar a otro Dios. Eran los tiempos en los que los niños reconocían a los ciclistas por los cromos que coleccionaban, y los buscaban boquiabiertos escudriñando por las ventas de los comedores de los hoteles o en la puerta. Y Van Looy, su forma de moverse, de actuar, colmaba los anhelos de todos.

Convirtió a su equipo en un batallón de soldados fieles, de mercenarios que se negaron la posibilidad de la gloria para servirle. Constituyeron su ahora mítica guardia roja en el Faema, feroces ciclistas que dictaban su ley en el pelotón —nadie se movía sin su permiso— y le arropaban hasta el último metro. Fueron su creación: el primer equipo con mando único, gregarios muy bien pagados que dormían el pelotón, anulaban las escapadas; el primer tren para lanzar el sprint. Fueron sus hechos: el primer ciclista que ganó los cinco monumentos (después lo consiguieron Merckx y Roger de Vlaeminck): tres París-Roubaix, dos Flandes, una Lieja, una San Remo, una Lombardía, y también ganó la París-Tours, importante entonces, la clásica que nunca ganó Merckx. Su único consuelo, triste.

Fue maillot amarillo en el Tour (siete etapas) y en la Vuelta (18), y rosa en el Giro (12), y también ganó dos Mundiales (1960, en Karl Marx Stadt, ciudad de Alemania del este que antes y después de la RDA se llama Chemnitz; 1961, en Berna), y no ganó tres, lo que le había igualado a Van Steenbergen y a Merckx, porque en 1963 sufrió la que se considera la mayor traición que se recuerda en la historia de los Mundiales. La víspera de la carrera, en Renaix, hizo firmar un pacto a todos los seleccionados, la mayoría miembros de su guardia roja: solo correrían para él, su única misión era que ganara él. Y él, generosamente, dejaría que se repartieran entre ellos el premio por la victoria. “¿Y si no ganas, también nos pagarás?”, se atrevió a preguntarle Gilbert Desmet, su último lanzador. “No, solo si gano”, le respondió. Llegado el último kilómetro, Benoni Beheyt, que debería ser el penúltimo lanzador, dijo que le dolían las piernas y que no podía hacer su trabajo. Desmet, entonces, comenzó su lanzamiento, pero lo hizo tan fuerte que Van Looy perdió su rueda, se quedó cortado ante el viento y vio cómo en el último suspiro Beheyt le pasaba por la izquierda. Intentó cerrarlo, pero Beheyt lo apartó de un manotazo. Ganó Beheyt. Van Looy, segundo. La prensa belga lamentó que un “intruso” le robara la gloria al emperador. La venganza de Van Looy fue fría y terrible: con el acoiris Beheyt solo pudo ganar una carrera, en Versalles, la penúltima etapa de un Tour del que Van Looy se había retirado el tercer día. Después le impidió ganar nada. Desconsolado y solo, Beheyt se retiró dos años después, con solo 25.

De Herentals, como Van Looy, es Wout van Aert, que podría ser su heredero si no fuera porque nunca lo ha deseado. Ni siquiera han hablado apenas entre ellos. Y en Herentals, en el magnífico servicio de traumatología de su hospital, irónicamente, recibió Eddy Merckx, que ya tiene 79 años, una cadera metálica hace una semana, un implante para reparar una fractura sufrida al caerse de la bicicleta.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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