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Tribuna:EL FOLLETÍN DE EDUARDO MENDOZA / 12
Tribuna
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Sin noticias de Gurb

Día 19 (continuación)09.00 Bajo paseando por las Ramblas, me meto por algunas calles laterales. En esta parte de la ciudad la gente es variopinta y bastaría su sola contemplación para saber que Barcelona es puerto de mar aunque no lo fuera. Aquí confluyen razas de todo el mundo (y también de otros mundos, si se me incluye a mí en el censo) y aquí se cruzan y descruzan los más variados destinos. Es el poso de la Historia el que ha formado este barrio y el que ahora lo nutre con sus polluelos, uno de los cuales, dicho sea de paso, acaba de chorizarme la cartera.

09.50 Continúo el paseo y las reflexiones a que éste me induce. Para pasar inadvertido, decido adoptar una constitución física de raza negra (pero con la fisonomía y la hechura de Luciano Pavarotti), mayoritaria en la zona. De todos los seres humanos, los llamados negros (porque lo son), parecen ser los mejor dotados: más altos, más fuertes y más ágiles que los blancos, e igual de tontos. Los blancos, sin embargo, no los tienen en alta estima, tal vez porque perdura en el subconsciente colectivo el recuerdo de un tiempo muy remoto, en el cual los negros fueron la raza dominante, y los blancos, la dominada. La riqueza del imperio negro provenía del cultivo de árboles frutales, cuya cosecha exportaban casi íntegramente al resto del mundo. Como las demás razas se dedicaban sólo a la caza, pues desconocían la agricultura y aun la pesca, su dieta era muy nociva y necesitaban desesperadamente de la fruta para reducir el nivel de colesterol. La opulencia y el poder del imperio negro duraron mientras duró el cultivo intensivo de las naranjas y las peras, los melocotones y los albaricoques. La decadencia empezó con el emperador Baltasar II, bisabuelo de aquel otro Baltasar que viajó a Belén en compañía de Melchor y Gaspar. Baltasar II, apodado El Mentecato, hizo extirpar todos los frutales del imperio y dedicar la tierra fértil a la producción de mirra, un artículo que entonces, como ahora, tenía poca salida en el mercado.

11.00 Llego a una plaza formada por el derribo de varias manzanas. En el centro se yergue una palmera tiesa y peluda como un mal bicho. Numerosos ancianitos desecándose al sol, a la espera de que sus familiares vengan a buscarlos. Los pobres no saben que muchos de ellos nunca serán recogidos, pues sus familiares han partido de crucero a los fiordos noruegos. En algunos bancos todavía pueden verse los ancianitos abandonados el verano pasado, en avanzado estado de modificación, y los ancianitos abandonados hace 15 días, en una fase de acomodación al medio menos golosa. Me siento junto a uno de estos últimos y leo el suplemento literario de un periódico de Madrid que alguien, con idéntico criterio, ha dejado abandonado en el banco.

12.00 Invaden la plaza bandadas de niños recién salidos de los colegios. Juegan al aro, al diábolo y a la gallinita ciega. El verlos me entristece aún más. En mi planeta no existe lo que aquí se denomina la infancia. Al nacer, nos introducen en nuestros órganos cogitativos la dosis necesaria (y autorizada) de sabiduría, inteligencia y experiencia; pagando un suplemento, nos introducen también una enciclopedia, un atlas, un calendario perpetuo, un número indefinido de recetas de cocina de Simone Ortega y la guía Michelin (verde y roja) de nuestro amado planeta. Cuando alcanzamos la mayoría de edad, y previo examen, nos introducen el código de la circulación, las ordenanzas municipales y una selección de las mejores sentencias del tribunal constitucional. Pero infancia, lo que se dice infancia, no tenemos. Allí cada uno vive la vida que le corresponde (y punto) sin complicarse la suya ni complicar la de los demás. Los seres humanos, en cambio, a semejanza de los insectos, atraviesan por tres fases o etapas de desarrollo, si el tiempo se lo permite. A los que están en la primera etapa se les denomina niños; a los de la segunda, currantes, y a los de la tercera, jubilados. Los niños hacen los que se les manda; los currantes, también, pero son retribuidos por ello; los jubilados también perciben unos emolumentos, pero no se les deja hacer nada, porque su pulso no es firme y suelen dejar caer las cosas de las manos, salvo el bastó n y el periódico. Los niños sirven para muy poca cosa. Antiguamente se los utilizaba para sacar carbón de las minas, pero el progreso ha dado al traste con esta función. Ahora salen por la televisión, a media tarde, saltando, vociferando y hablando una jerigonza absurda. Entre los seres humanos, Como entre nosotros, se da también una cuarta etapa o condición, no retribuida, que es la de fiambre, y de la que más vale no hablar.

14.00 La contemplación de los niños y los viejos y la reflexión sobre mi propia existencia me han acongojado. Vierto copiosas lágrimas. Como mi naturaleza humana, según he dicho antes, es de quita y pon, no dispongo de glándulas que reemplacen lo que gasto o lo que expulso, de modo que el llanto, la transpiración y una caquita que se me ha escapado hace un rato han reducido considerablemente mi complexión. Ahora mi estatura apenas rebasa los 40 centímetros. Salto del banco al suelo y corro entre las piernas de los transeúntes hasta encontrar un portal seguro y discreto donde recomponerme.

14.30 Decido adoptar la apariencia de Manuel Vázquez Montalbán y me voy a comer a Casa Leopoldo.

16.30 Vuelvo a casa. Llamo por teléfono al bar de la señora Mercedes y el señor Joaquín para preguntar al señor Joaquín cómo ha ido la operación de la señora Mercedes. Contesta un individuo que dice ser un amigo del señor Joaquín, a quien sustituye en el bar mientras el señor Joaquín cumple la función (no retribuida) de acompañante de la señora Mercedes en el hospital donde ésta ha sido operada esta mañana. Le agradezco la información y cuelgo.

16.33 Vuelvo a llamar al bar y pregunto al individuo que cumple las funciones del señor Joaquín (en el bar) si la operación ha ido bien. Sí. La operación ha ido bien y el resultado ha sido calificado de satisfactorio por los facultativos. Le agradezco la información y cuelgo.

16.36 Vuelvo a llamar al bar y pregunto al individuo que cumple las funciones del señor Joaquín (en el bar) si se puede visitar a la señora Mercedes en el hospital donde convalece. Sí. A partir de mañana, de 10.00 a 13.00 y de 16.00 a 20.00 horas. Le agradezco la información y cuelgo.

16.39 Vuelvo a llamar al bar y pregunto al individuo que cumple las funciones del señor Joaquín (en el bar) en qué hospital se encuentra internada la señora Mercedes. En el hospital de Santa Tecla, sito en el barrio de Horta. Le agradezco la infonrmación y cuelgo.

16.42 Vuelvo a llamar al bar y pregunto al individuo que cumple las funciones del señor Joaquín (en el bar) si al hospital de Santa Tecla se puede ir en bicicleta. Me cuelga el teléfono antes de que yo tenga tiempo de agradecerle la in formación y él de dármela. Temperatura, 26 grados centígrados; humedad relativa, 74 por ciento; vientos flojos; esta do de la mar, llana.

17.00 Me tumbo a dormir una siestecita en el sofá, pero el calor aprieta y se me pega la ropa al cuerpo. Agrava la cosa el hecho de que el sofá esté tapizado de material plástico y que el contenido de los cojines sea también de material plástico, al igual que los muelles, las patas y todos los demás muebles y objetos de mi casa. La alternativa, esto es, productos de origen vegetal, como la madera y el algodón, o incluso animal, como la lana y la piel, me producen tal asco que sólo de pensarlo me dan arcadas. Me introduzco un zapato en la garganta y así evito devolver un condumio exquisito y ya pagado.

17. 10 Como no puedo dormir por culpa del calor, decido adoptar la apariencia del Mahatma Gandhi, lo cual me proporciona un atuendo cómodo y muy fresco y, de paso, un paraguas, que nunca viene mal en esta época del año.

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