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CRÓNICAS DE VERANO

Donostia y la escapada francesa

Es difícil imaginar un espacio terrícola más atestado que la playa de La Concha de San Sebastián. Desde el monte Igueldo la perspectiva de ese hormiguero humano da miedo. No hay un metro libre en casi tres kilómetros de arena. El visitante tiende a pensar que la auténtica diversión de las decenas de miles de bañistas no tiene nada que ver con el mar sino con la sensación de amparo colectivo que produce sentirse achicharrado por la masa.

En las cercanías del hormiguero, de aguas templadas y mansas como las de una bañera, están las zonas de chiquiteo duro de la ciudad. La mayor queda por el puerto, vigilada por las iglesias de Santa María y del Buen Pastor, como si las hubieran puesto de guías para los hígados aturdidos. La otra está en la calle de Matía, en el Barrio del Antiguo. A la hora del aperitivo, las cuadrillas de amigos peregrinan religiosamente por ellas. El Zurito (cerveza) y el chiquito (vino) son la institución. O se aprende a dejar algo en el vaso, o al cabo de la docena de visitas obligadas se puede pasar mal.

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La Concha y los aledaños taberneros son el corazón de la ciudad. Pero corazón y todo, los verdaderos donostiarras suelen abandonarlo los fines de semana en dirección a Francia. El personal experto prefiere las playas amplias y hermosas de Fuenterrabía, San Juan de Luz o Biarritz. En La Concha, en domingo, se puede morir de calor humano. Hay caravanas de entrada y salida, hasta las dos de la madrugada. Por la autopista que une Donostia con las ciudades del sur de Francia, un coche puede ponerse en 20 minutos en Biarritz.

Pero esta Francia de escape reúne también otros atractivos para los donostiarras. El principal es, sin lugar a dudas, el casino Bellevue de Biarritz. También en San Sebastián hay casino, el décimo por ingresos en el ranking de los casinos españoles, "pero no es lo mismo, porque allí nos conocemos todos", explica un jugador habitual. Muy posiblemente no sea otra la causa de la diferencia radical de ambientes entre los dos casinos. El casino de Biarritz acoge más clientela y las apuestas son como las que se ven en las películas. Es moneda corriente, y nunca mejor dicho, encontrarse con apostantes que ponen 500.000 pesetas o un millón en cada tirada, e incluso con empedernidos que juegan en tres o cuatro mesas a la vez el máximo de lo admitido. En San Sebastián el asunto tiene un aspecto doméstico y la atmósfera recuerda bastante a la de un bingo.

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Los jugadores del Bellevue son solitarios y llevan marcada la tensión de la apuesta. "A los casinos se viene solo. Es como cuando vas al retrete o ligas. Te gusta estar solo y que no te mire nadie", explica el jugador habitual. En Biarritz, los vecinos sentados a la ruleta ni se hablan ni se miran y a nadie se le ocurre entablar relación. En San Sebastián los matrimonios llegan juntos, la mujer se sienta en un taburete trasero y pone cara de fastidio mientras el caballero se juega sus 10.000 pesetas de toda la noche. La gente no se reprime de cruzar opiniones por encima de las mesas y no es infrecuente tropezar con algún cliente con aspecto de oficinista recién escapado que confecciona previamente una estadística de los números que salen en la ruleta. Tarda en la estadística cerca de una hora y después pierde las 7.000 pesetas que llevaba en 15 minutos.

En el casino de Biarritz se piensa bastante en las divisas españolas. Hay un feo detalle que lo demuestra. Se trata del permiso para sacar dinero en el interior del casino con una trajeta de crédito. Según otro jugador, ducho en casinos internacionales, ésta es una costumbre que sólo ha visto en España. Ningún casino europeo o americano admite esa barbaridad.

El programa de festejos cuando uno decide tomarse una noche de casino comienza por llegar a Biarritz a la hora de la cena y acomodarse en cualquiera de los pequeños restaurantes de la plaza a la que se asoma el Bellevue. El más conocido es la Braserie Royale. Desde la baranda de piedra se observa una magnífica vista nocturna de la playa de Biarritz, larguísima y flanqueada por un paseo iluminado. Muy abajo, como al final de un precipicio.

Lo primero que sorprende del Bellevue es su pequeñez relativa. Tiene seis mesas de ruleta y dos de black-jack. El de San Sebastián o el de Santander son dos veces más grandes. Otra sorpresa que espera al jugador es el sistema francés de juego: tres croupiers y un jefe de mesa que son los encargados de depositar la apuesta del cliente, retenerla en la cabeza y pagarle cuando gana. El sistema, aparte de peligroso porque el jugar no tiene adjudicada la identidad de un color de fichas y depende absolutamente de la memoria del croupier, que no siempre es perfecta, es más lento que un bingo y acaba por hastiar. Las jugadas se demoran hasta un cuarto de hora.

Un tercio del salón está reservado al bar y al restaurante. Los jugadores pasan por el comedor con rapidez, engullen de cualquier manera mirando de reojo el movimiento de las mesas y regresan masticando todavía el último bocado. La tensión y la angustia se dibujan en la forma de comer, una escena realmente más patética, si cabe, que la del jugador enfrascado en sus fichas o en la ruleta y que terminará por levantarse apesadumbrado al cabo de horas. Perdiendo siempre. "Mire usted: el que juega habitualmente a la ruleta pierde siempre. Unas veces con otras, el resultado es siempre pérdida. Y aquí no valen los profesionales. Valen para el póquer, por ejemplo, pero aquí no vale habilidad o conocimiento. Puta suerte y ya", comenta el jugador habitual, que ya ha perdido 200.000 pesetas.

Durante todas las noches, un empresario bastante conocido en Donostia ha estado jugando a todas las mesas con el apoyo de dos empleados suyos que se ha llevado para la ocasión. Va vestido con ropas de saldo de almacén y una cadena de oro alrededor del cuello. Pega gritos como un leñador y hace ruidos de castañuela, mientras se pasea, con las placas de 50.000 francos (un millón de pesetas).

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