El oro que no es negro
Kuwait fracasó en su intento de comprar agua a Irak el año pasado
El príncipe Saad Abdala al Sabaj, heredero del trono kuwaití, ha debido acordarse, estos días de exilio forzado en Arabia Saudí, de la visita que realizó a Irak en febrero de 1989. El rico emirato petrolero celebraba por aquellas fechas el 28º aniversario de su independencia, y mientras sus ministros ensalzaban los logros sociales y técnicos del país ante un puñado de periodistas, él se afanaba por conseguir algo que ni todo el dinero ni todo el petróleo le podían proporcionar: un suministro continuado y sustancioso de agua.
Ya es un tópico que, a los kuwaitíes, ese preciado bien les resulta más caro que el oro negro que mana bajo sus arenas. También resulta conocido que el sueño de todo habitante de los desiertos de la península arábiga tiene color verde, y no por ser precisamente el color del Islam. Un campo de hierba o un terreno sembrado representan el paraíso para estos descendientes de beduinos a los que les ha tocado vivir un precoz siglo XXI unido a concepciones medievales acerca de la autosuficiencia de alimentos como fuente de independencia.Los kuwaitíes, como el resto de sus vecinos árabes del Golfo, se han lanzado con un entusiasmo casi ingenuo al cultivo de la tierra. No hay jardín de sus casas de campo que no tenga plantados unos tomates, y quienes no disponen de una segunda vivienda, adquieren terrenitos en los que acampan durante el fin de semana. Esta agricultura, casi de laboratorio, sólo posible gracias a las altas subvenciones estatales, requiere una gran dedicación que lleva a dejar la tarea en manos de trabajadores extranjeros, indios y paquistaníes sobre todo.
Agua iraquí
Un proyecto más serio requiere, de entrada, un abastecimiento de agua del que el emirato no dispone. Consciente de ello y de las necesidades económicas de su vecino del norte, endeudado por su larga guerra con Irán, el jeque Saad viajó en febrero del año pasado a Bagdad con la intención de comprar agua. La idea era desviar, por medio de un canal, parte del flujo que el Chad el Arab descarga al mar en las cercanías de la frontera entre ambos países. Kuwait estaba dispuesto a pagar un alto precio por ese elemento vital para sus cultivos experimentales del norte del Emirato.
Lo que no se esperaba el heredero kuwaití era un desplante del hermano al que había ayudado en su reciente aventura bélica. Más grave que la solicitud, a cambio del agua, de una parte de su territorio nacional, la isla de Bubiyán, fue la afrenta de Sadam Husein, que no se dignó a recibirle durante su visita. Ésta, prevista para 48 horas, se prolongó durante tres días más, sin que las imágenes amables de la televisión kuwaití pudieran ocultar la contrariedad de su delegación.En aquella ocasión, al igual que en Yeda, la víspera de la invasión, el responsable iraquí encargado de abrazar al jeque Saad fue el vicepresidente, Isat Ibrahim, un hombre de paja en el que Sadam apenas delega otra representación que la puramente protocolaria.
No hubo acuerdo sobre el agua, como tampoco lo hubo antes de la invasión sobre el petróleo en Yeda, porque Irak, o, con más exactitud, su presidente Husein, no tenía ninguna intención de negociar. Los kuwaitíes regresaron cabizbajos al Emirato, y siguieron ayudando a su vecino, más por temor a su furia que por afecto fraternal.
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