Una Comunidad sin Gobierno ni leyes
Tras el desmembramiento del bloque del Este y la unificación de Alemania, sólo el desarrollo de una Comunidad fuerte puede establecer en Europa un orden democrático y un equilibrio político. Sin ella, se corre el riesgo de ver cómo resurgen unos conflictos nacionales que ya el siglo XX nos ha mostrado en exceso. Dejando a un lado el Reino Unido, los otros 11 Estados están de acuerdo en ese objetivo que ha provocado la convocatoria de dos conferencias intergubernamentales, una sobre la unidad monetaria y otra sobre la unión política, cuya apertura tendrá lugar en Roma el próximo mes de diciembre. El freno de Margaret Thatcher no constituirá su principal obstáculo. La actual ineficacia de las instituciones de Bruselas será un obstáculo mucho más dificil de superar. ¿Cómo confiar a dichas instituciones nuevas responsabilidades cuando son incapaces de asumir convenientemente las que ya tiene encomendadas?De esta ineficacia no son responsables los hombres -cuya calidad es, al menos, equivalente a la de los dirigentes nacionales-, sino lo absurdo de las estructuras. Concebidas por diplomáticos, corresponden a la descomposición del sistema establecido en 1951 por el impulso de Jean Monnet. En la Comunidad del Carbón y del Acero por él imaginada, el poder de decisión estaba encomendado fundamentalmente a una "alta autoridad" cuya gestión era controlada por una Asamblea Parlamentaria sin más poderes que el de preguntar sin sancionar y el del voto de censura jamás emitido, y por un Consejo de Ministros de los Estados al que sólo en algunos casos se pedía la conformidad.
Este esquema, aceptable para una institución técnica en la edad de oro del federalismo, se trastocó totalmente en 1957 cuando, en el seno de un contexto mucho más nacionalista, se organizó una Comunidad económica con un alcance más amplio y político. En la CEE, la alta autoridad se sustituye por una Comisión cuyo nombre, mucho más modesto, revela la reducción de poderes. A los ojos del público, cumple el papel de Gobierno, que es lo que debería ser y lo que su presidente, Jacques Delors, la impulsa a ser. Pero no forma un equipo. Los comisarios, designados cada uno por un Estado miembro, tiran cada uno por su lado. Dispone, sobre todo, de un poder de iniciativa y de ejecución, aunque el segundo se ve cada vez más recortado por el Consejo de Ministros.
Este último se parece cada vez más al Gobierno de la Comunidad, pero no ejerce realmente sus funciones porque sus miembros cambian según los temas a tratar competan a unos u otros ministros -Asuntos Exteriores, Economía, Agricultura, Industria, Transportes...-, que se ocupan sobre todo de sus problemas nacionales. No tienen, pues, más que un conocimiento superficial de los informes europeos, preparados por un Comité permanente de los Representantes de los Estados (COREPER), que ejerce su considerable influencia en un sentido burocrático. Sin embargo, el Consejo de Ministros es más un legislador que un Gobierno. Las famosas 300 iniciativas que deben organizar el gran mercado de 1993 han sido dictadas por él.
El Parlamento puede rechazar o enmendar su texto, pero, de todas formas, es el Consejo el que decide en última instancia y sólo debe hacerlo por unanimidad en caso de que la Comisión y la mayoría absoluta de los diputados (260 sobre 518 y con un voto personal sin posibilidad de delegación) estén de acuerdo en un rechazo global o en modificaciones parciales. Este mecanismo no sólo no es democrático, ya que los gobiernos de los Estados son los que deciden las leyes incluso contra la voluntad popular expresada por un Parlamento elegido por sufragio universal directo, sino que también es ineficaz a causa de la colisión entre diferentes prerrogativas de múltiples y enmarañadas instituciones, cada una de las cuales se ocupa un poco de todo sin controlar realmente nada.
Ningún país del mundo podría funcionar con tal sistema político. ¿Se sabe que la Comunidad ignora no sólo el principio fundamental de la separación de poderes, sino también la distmción entre ley y reglamento? Su Parlamento está abrumado de trabajo porque cerca del 90% de los proyectos de directivas que le son sometidos serían en realidad materia de un decreto gubernamental o incluso de una orden ministerial. Una encuesta entre eurodiputados franceses ha puesto de relieve que si bien la Comunidad cubre más de la mitad del campo en el que se desarrolla su actividad, menos del 8% de las directivas tienen una naturaleza legislativa de rango parlamentario.
Antes de transferir a las instituciones de Bruselas y Estrasburgo nuevos poderes ejercidos hasta ahora por los Estados, es indispensable reajustarlas en un plano racional y democrático, adaptando la experiencia de las naciones occidentales a la particular naturaleza de la Comunidad. Las grandes líneas de dicha reforma están diseñadas desde hace tiempo. La Comisión debería convertirse en un verdadero Gobierno cuyos miembros serían elegidos por el presidente con el beneplácito de los Estados. El presidente sería designado por acuerdo entre los Estados y el Parlamento, que dispone ya del poder de censura. En el marco de esta responsabilidad ante los elegidos por sufragio universal, la Comisión ejercería realmente el poder ejecutivo y el de reglamentar, además de su actual poder de iniciativa.
El poder legislativo estaría normalmente compartido entre el Parlamento y un Consejo renovado que tendría el carácter de una segunda Cámara de tipo especial, a medio camino entre el Senado formado por parlamentarios de los Estados miembros del que ya se está hablando, y el Bundesrat alemán, compuesto por representantes de los gobiernos de los lánder. Algunos sugieren que este Consejo de los Estados, cuyas sesiones serían públicas como conviene a un órgano legislador, debería reunir a delegaciones de los Estados, cada una de las cuales tendría a su cabeza un ministro de Asuntos Europeos, rodeado de parlamentarios nacionales. Esta fusión entre el Gobierno y los miembros de las Asambleas Legislativas en una Cámara con un poder de decisión compartido con el Parlamento Europeo respondería exactamente a la naturaleza de la Comunidad.
Si se quiere que los ciudadanos de los Doce comprendan por fin el funcionamiento de la Comunidad y la importancia de las dos conferencias que van a abrirse, hay que plantearles claramente estas cuestiones. Tanto los parlamentarios europeos como los nacionales comienzan a tomar conciencia de la importancia y la urgencia de tal labor pedagógica, que sólo ellos pueden desarrollar y, paralelamente a las discretas discusiones diplomáticas que comenzarán en diciembre, se reunirán en Congresos de los que el actual presidente de la Comunidad, Giulio Andreotti, ha escrito que "su valor consiste principalmente en la posibilidad de ligar el dabate intergubernamental... a la expresión de la voluntad popular que reside en los Parlamentos de los Estados miembros y en el Parlamento Europeo".
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