Por el esparadrapo hacia Dios
Recital de Alfred Brendel
Alfred Brendel, piano. Obras de Haydn, Schumann y Beethoven. Aix-en-Provence, 20 de julio.
En esta ocasión los esparadrapos habían mejorado de calidad. La última vez que escuché a Brendel en directo fue en Barcelona, hace ya unos diez años, y lo primero que me chocó cuando salió al escenario fueron los esparadrapos con que se protegía las yemas de los dedos. Esta excentricidad unida a un gesto hosco, poco amable hacia el público, y el aspecto abandonado de su porte, tan alejado de la atildada elegancia que caracteriza a muchos artistas, son las primeras señales de aviso que delatan una personalidad única.Han pasado diez años y Brendel es en la actualidad uno de los pianistas más cotizados del mundo. El programa que presentaba en Aix-en-Provence era un programa imposible: la Sonata número 33 de Haydn, los Estudios Sinfónicos de Schumann, las Variaciones op. 34 de Beethoven y la Sonata op. 110 del mismo compositor. Ningún pianista vivo puede dar, en una sola noche, una visión convincente de los Estudios sinfónicos y de la Sonata op. 110. O lo uno, o lo otro; pero ambas, imposible. La cuestión era saber cuál de las dos grandes piezas iba a salvarse. Fueron los Estudios sinfónicos.
Brendel entró en el escenario vestido de camarero, saludó lo mínimo y se sentó con gesto decidido. Su carácter es eminentemente intelectual, en las antípodas del pianismo visceral de Horowitz, por ejemplo. Cuando Brendel se concentra le tiembla todo el rostro, breves descargas eléctricas agitan sus mejillas, arruga la nariz como si fuera a estornudar, y, en fin, parece un argentino sometido a los cuidados del coronel con aficiones de taxidermista. Brendel sufre intensamente, el público sufre intensamente, todos sufrimos intensamente.
Despachó con displicencia la bella sonata de Haydn para ir calentando los dedos y tras un simulacro de saludo se enfrentó a los Estudios sinfónicos. Mientras liquidaba la pieza anterior, había yo reparado en dos chiflados, a mi derecha, que criticaban ásperamente la falta de coordinación de la mano derecha y la mano izquierda de Brendel. Uno parecía un cura obrero antiguo, con barba repleta de inmundicias, y el otro, un vinatero de la Provenza, bermejo, fiero y de inconfundible estirpe catalana. Habían chasqueado los dedos, reído con sarcasmo y exasperado a todos sus vecinos. Ahora estaban paralizados, con el cuerpo inclinado hacia delante y sometidos a las mismas descargas eléctricas que Brendel.
Los doce estudios de Schumann (a los que Brendel añade las cinco variaciones póstumas justo después del tema) son una aventura exploratoria del teclado tan demencial como su propio autor, cuya lucidez le condujo, como es humano, al manicomio. Brendel no perdió el control más que en uno de los momentos más arduos, el Estudio número 6, una descarga brutal en la que entró con exceso de velocidad, pero sólo en esa ocasión. Cuando llegó al sobrecogedor Estudio número 10 un goteo gélido y desolado, el público ya no respiraba. Y la conclusión triunfal, con el martilleo de acordes victoriosos machacados enérgicamente, levantó a todo el mundo de su asiento, incluidos el cura y el vinatero, cuyo entusiasmo costó varios rodillazos a los espectadores. Brendel abandonó el teclado con gesto súbito y rabioso y nos miró como un tigre. Luego compuso la figura, saludó y se fue.
Pero había puesto toda su energía, toda su capacidad de concentración en Schumann. La segunda parte le cogió desganado, fatigado, incapaz de someterse a la tortura de construir la Sonata op. 110 de Beethoven, una pieza que exige del intérprete agonizar dos veces y resucitar otras dos. Fue, como suele decirse, una faena de aliño.
A nadie le importó demasiado. Todavía nos bailaba en la cabeza, y nos bailará bastantes meses, la expresión insensata, brutal con la que Brendel nos había mirado al concluir la primera parte. La expresión de un iluminado que cree haber visto a Dios y se lo ha comido.
Babelia
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