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La gira desnuda y caliente de Prince

50.000 personas acudieron a la llamada hipnótica del músico

Faltaba aire y la brisa llegó antes de que el público -tal vez más de 50.000 personas que pagaron 4.000 pesetas- se despelotara por completo para recibir a Prince, el ídolo caliente de Minneápolis. El público, en su mayoría entre los 20 y 30 años, venía ataviado para la ocasión. La masa femenina aupaba sus hombreras antideslizantes, ya que apenas aparecieron los teloneros en escena se pusieron en danza de sarao. Muchas jóvenes dejaron cuatro dedos de vientre y dos de cintura al aire tórrido de la noche.

Algunas se refrescaban esa región recuperada por la moda con un friegue de cubitos de hielo. Otras, en cambio, aplicaron la cataplasma del novio en torno al talle. Ellos eran como una copia clónica, salvando las distancias raciales, del monstruo que quizá iba a traer, cuando los brazos se alzaran al cielo, la lluvia púrpura.Con media hora de retraso, que no es nada cuando se espera todo, ocupó la penumbra del escenario el grupo Ketama. Desde la distancia veíamos un haz de luz sobre los esféricos culos de las bailaoras que tan pronto le daban a la salsa como al flamenco, al zapateado como a una especie de lambada contra su propia sombra. Los dos temas Loko y Kalikeño, los más nuevos, merecieron el cariño compasivo de sus compatriotas.

El gigantesco ojo de Prince, a la derecha de 20 toneladas del equipo de iluminación y sonido, se humedeció puntual a las 22.15 horas, cuando el público dejó de palmear a Ketama, que desapareció en busca de nuestra perdida identidad musical. Entonces se puso a lloviznar tímidamente.

Purpúreo chaparrón

Pero, bueno, ¿es que el milagroso cantante iba a desatar un purpúreo chaparrón cuando todavía se encontraba, como la virgen de la cueva, en su camerino repleto de tulipanes? El agua no llegaría al río y tampoco el pedrisco Prince habría de golpear a sus admiradores hasta casi las 11 de la noche, cuando la ansiedad desbordaba el fervor. -"¡Ay, qué bueno está este tío!", rugió una voz fogosa contra mi cogote. Otras voces atronaron, ¡oh! ¡oh! entre mecheros encendidos por todas partes.De pronto, se oyó un bramido como de la selva y allí estaba él con la gangosidad del supersintetizador, y la palabra Prince envuelta en incienso, y las manos que vibraban como una alfombra a sus pies.

De esta forma, se sintió una fuerza en las nalgas perezosas del ser humano que por fin levitaban, en una especie de gigantesca erección colectiva, y el público se convirtió en un gran sexo en acción a los pocos minutos de recibir el estímulo sonoro y el mensaje de la imagen.

El gritaba, ¡oh yes!, y todos gritaban ¡oh yes! Era la fascinacion hipnótica de América, imperio de todas las modas, con esa barba de tres días y una indumentaria (también Prince lleva hombreras y sedas estampadas) para componer un formidable espectáculo de ruido, danza, cabriolas, saltos, ritmo, locura acrobática perfectamente medida, pues las rampas laterales por las que él se mueve tienen sólo 12 metros de longitud y 3 de altura.

Montados en sillas y en las gradas, con intenso aroma herbolario incendiado, este público de la España descubridora se sentía a sus anchas braceando de una costa a otra del Atlántico sin mover apenas las plantas de los pies. Y, milagro del elepé, todos cantaban en inglés mejor que en Minneápolis y encima parecían más guapos.

Ahora, llegaba por fin ese inmenso invisible escalofrío cuando sonó Purple Rain, como un diluvio de delirio y las criaturas, húmedas ya, le seguían de la mano de sus emociones.

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