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Tribuna:LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA
Tribuna
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Vieja nación, fiesta imperial

Un pueblo que deja de estar al margen de los caminos de la historia, dominado por un poder extranjero o sometido a un tirano propio, y que decide marchar sobre sus pies; una progresiva ocupación de los espacios abiertos y una espontánea conquista y destrucción de los cerrados, asiento de¡ poder tiránico; un encuentro jubiloso en esos espacios prohibidos, que se transforman en lugar de afirmación de la unidad nacional contra el rey o el enemigo exterior; unas bocas que cantan los mismos himnos y unas manos que alzan las mismas enseñas; una exaltación colectiva que llevará a la transgresión de todas las normas, pero que reconstruye la unidad en el banquete regado con todos los vinos; tal es la fiesta que funda la nación sobre un viejo orden derruido y crea un tiempo nuevo. Todos conocen el día, los nombres de los mártires, las palabras entonces pronunciadas; la fiesta consistirá justamente en repetir, en el mismo lugar, el mismo día y con las mismas canciones, el acontecimiento que abolió el viejo mundo y fundó la nación.La fiesta de la nación es, cuando se ritualiza, celebración de la clausura de un tiempo, pero, sobre todo, comunión en la noche del tiempo con la nación eterna, recuperada por todos sus hijos que han vencido al extranjero o al déspota. La explosión de energía popular que celebra la fiesta como destrucción de un orden es encuentro con la tradición, a la vez que renovación de la historia. Ahí radica la posibilidad de fundar la unidad nacional más allá del tiempo, y que los hijos, consumada la muerte del rey, no conviertan su celebración en orgía que acabe por fragmentar la unidad originaria. Se da muerte al tirano, pero se corre a los brazos de la madre eterna, la nación, en la que todos eran, en el origen, uno.

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Abolición del viejo orden y fundación de la nación nueva, recomponiendo así la trama profunda de la historia: ningún pueblo que celebre un acontecimiento de esta naturaleza duda de su fecha. Los franceses, por supuesto, que inventan la fiesta revolucionaria, destrucción de los símbolos de la tiranía y federación de todos los pueblos de la nación; pero tampoco los americanos, que guardan la memoria del día de la independencia como liquidación de una dominación extranjera y origen de su destino manifiesto; o los italianos, fragmentados en múltiples unidades políticas y ocupados por el extranjero, que recrean Italia ex pulsando al ocupante. Sólo, quizá, España, entre las naciones modernas, ha librado una guerra de independencia que nadie celebra como origen de la nación y ha expulsado por tres veces a una dinastía sin que ninguna de ellas haya sido ocasión de un permanente festejo. ¿Por qué?

Pues porque nuestra guerra de independencia, único alzamiento popular, anuncia el retorno del más oprobioso absolutismo y el aborto de la nación en ciernes, y porque España es el único de los países de Europa que en siglo y medio de revoluciones ha expulsado por tres veces a un monarca sin proceder nunca al sacrificio ritual del rey por el pueblo. Cabezas más altas rodaron en Inglaterra, Francia o la URSS en el origen de sus respectivas naciones modernas. Los españoles, sin embargo, maestros en el arte de despedir monarcas, no han pasado de aprendices en el de echar, sobre el vacío creado por su fuga, los fundamentos de la soberanía nacional y establecer un nuevo origen para la nación. Que los reyes acaben siempre por retornar en sus hijos al trono muestra simbólicamente que el viejo orden, más que destruido, fue sólo sustituido por entrecortados paréntesis de libertad y soberanía nacional, luego celebrados clandestinamente en el ágape de los fieles, nunca en la calle, ni con bandera ni himno nacionales. Una constitución siempre por hacer y una fiesta nacional por establecer.

Hemos expulsado tantos reyes y hemos tenido tantas jornadas revolucionarias, han retornado tantos reyes y hemos tenido tantas jornadas restauradoras que, al final, ha sido imposible determinar el día del nacimiento de la nación. En ningún caso se ha podido celebrar por el pueblo todo entero una fiesta como origen de un tiempo que recompusiera la trama de la patria eterna. Los republicanos de 1931 creyeron que lo habían logrado y proclamaron el 14 de abril, día de la revolución popular que acabó con la monarquía de Alfonso XIII, como fecha en que la nación española reanudaba un glorioso pasado. El futuro reservaba, sin embargo, el mayor de los desmentidos posibles; la siguiente fiesta nacional, el 18 de julio, se fijó el día en que una parte de la nación se alzó, no contra un tirano ni un extranjero, sino contra sus propios hermanos: fiesta nacional sobre un solar devastado por una guerra civil.

De ahí que al ser la democracia española fruto de una reconciliación en el marco del antiguo Estado y no de una fiesta revolucionaria, al ser ya tarde para que tan vieja nación funde un tiempo nuevo o establezca un nuevo origen, se haya recurrido, huérfanos de una fecha que celebre la soberanía popular, a un acontecimiento prenacional para establecer la fiesta de la nación. El 12 de octubre no conmemora el triunfo sobre un enemigo exterior acampado sobre la patria ni la destrucción de un viejo orden de dominación absolutista; no celebra ningún acontecimiento que al fundar la nueva nación reanude el hilo de una historia eterna. La gesta ocurrió a miles de kilómetros y sus actores fueron la corona de Castilla y unos navegantes; demasiado lejos y demasiada agua por medio para sentir el pálpito de la tierra madre.

La fiesta nacional de España es la única que conmemora un hecho acaecido en otras tierras y que no ha creado una nación en las propias; ningún estremecimiento sacudió a España el 12 de octubre de 1492, ningún pueblo se puso ese día en pie ni en marcha para crear nada. No es una fiesta popular / nacional, sino imperial; no funda una nación, sino un imperio; no celebra la unidad de los pueblos de España, sino que preludia la fragmentación de sus reinos. Por el tiempo y el espacio del acontecimiento, por sus actores y resultados, la fiesta imposible de la nación española es la más contundente prueba de las dificultades históricas para constituirse en nación.

Santos Juliá es catedrático de Historia del Pensamiento.

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