Oficio de provocadores
Puede ser cosa del calor, pero en pocos días han aparecido ante el lector indefenso dos artículos bastante provocativos, escritos por personas de nombre y respeto, y a las que no se sabía adictas al género. Para un viejo aficionado, sin embargo, resulta estimulante encontrar nuevos jugadores de este juego, y entretenido buscar sus puntos débiles, que no suelen ser los que más llaman la atención a simple vista ni los que causan un mayor escándalo.Gabriel Tortella, en el número 3 de Claves, arremete contra el peronismo, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y la izquierda antiimperialista de los años setenta para culparles conjuntamente del desastre argentino. La provocación está asegurada, porque, con la posible excepción de Martínez de Hoz y, de los efímeros ejecutivos de Bunge y Born a los que Menem llevó al sacrificio, casi cualquier argentino ha cometido alguno de los tres pecados. Pero el eje de su artículo no está aquí, sino en la tesis (aparentemente seria) de que un país con ventajas comparativas en el sector agropecuario debe dedicarse exclusivamente a él y dejar la industria a otros más dotados.
Es decir, que la industrialización argentina no llevó a un callejón sin salida por seguir un modelo equivocado (dirigido a un mercado cautivo), sino por ser industrialización. En este sentido puede ser útil recordar que Japón despegó industrialmente a partir de un mercado interno protegido, pero con una estrategia destinada a competir en el exterior. La reserva de mercado no es necesariamente el mal originario: el problema es saber si se utiliza como incubadora para desarrollar una industria competitiva o como invernadero para una industria con altos costes unitarios e incapaz de competir en el exterior.
La industrialización argentina ha salido mal, de acuerdo, pero por el modelo (que Tortella describe con cruel lucidez), no por dar de lado las ventajas comparativas que favorecían al sector agropecuarlo. Tal y como ha evolucionado el comercio mundial no se puede sostener que Argentina marcharía mejor si se limitara a exportar carne y grano. No es un problema de dogmas cepalinos, sino de sobreproducción agropecuaria en el Norte, y consiguientemente de proteccionismo. Pero, en fin, ésa es otra historia.
Dolorido aún por los golpes del profesor Tortella, el lector se ha encontrado el 13 de junio con un artículo de Enrique Gil Calvo en EL PAÍS, donde denuncia la hipócrita moralina con que tendemos a ver la actividad política, y sostiene que el mejor gobernante es aquel cuyos intereses particulares coinciden con los intereses públicos. Estoy bastante de acuerdo con la tesis de que manejamos una doble moral al culpar a los políticos por cosas que los ciudadanos privados hacemos legítimamente, pero me temo que el eje de la argumentación de Gil Calvo es otro: el problema es saber cómo unos intereses particulares (los del personal político) pueden converger con los intereses colectivos.
Por definición los intereses colectivos no son los de ningún grupo o corporación, sino el compromiso óptimo a medio plazo entre los intereses de los diferentes grupos, en general no coincidentes. En este sentido, nombrar ministro de Economía al representante de la principal multinacional argentina no era ya una buena idea, pues no tendería a mediar, sino a favorecer a los intereses a los que estaba más ligado.
Creo que fue Max Weber el que sugíríó que el mejor político era el que, siendo rico por su casa, no se vería desviado del interés común por sus intereses privados, ya generosamente cumplidos. Hay una cierta experiencia de que algunas personas de buena posición no responden a esta idea, sino que desde la política buscan aumentar la porción del pastel que se llevan ellos y los suyos (el capital, que se decía antes). Pero, aunque no sea una buena receta, desde luego es una receta coherente.
La de Gil Calvo no lo es. El único interés privado que puede favorecer el recto ejercicio del gobierno es el deseo del gobernante de ofrecer buenos resultados como tal gobernante, lo que puede significar su reelección, su éxito personal y profesional. Pero otros vínculos de interés son bastante negativos. Una persona con grandes intereses económicos tiene muchas posibilidades de gobernar para sus intereses y no para los colectivos. La autonomía respecto a los intereses privados es casi una condición imprescindible para poder mediar con éxito entre ellos y buscar la solución óptima para la colectividad.
Luego hay otras cuestiones: Gil Calvo da por descontado que los ciudadanos se mueven en función de sus intereses, pero no parece tomar en consideración otros intereses que los materiales. Por el sentimiento de pertenecer a una comunidad, por mantener una identidad colectiva, las personas reales toman sin embargo decisiones muy poco explicables en términos de cálculo racional para la obtención de ventajas materiales. Esas conductas tienen desde luego consecuencias materiales para el colectivo, pero como estrategias individuales son a veces suicidas. Y si bien es cierto que no sería buena cosa pretender que la política descansara sobre lo que Durkheim llamaba el suicidio altruista, tampoco parece que pueda haber buena política sin un cierto componente de interés moral.
Así, por razones de realismo y de eficacia, no de retórica edificante, el único interés aceptable en el gobernante debe ser el reconocimiento moral de los electores (con las recompensas materiales que este reconocimiento acarrea). El altruismo no es la interiorización de una simulación, sino la exigencia primera que debe plantearse el político que quiere triunfar como tal, y si se quiere por simple amor propio. Cualquier otro egoísmo es inaceptable en el político o el gobernante, no sólo por ser socialmente desmoralizador, sino, sobre todo, porque conduce a la ineficacia política: al fracaso del político en cuanto tal.
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