¿Un Quebec libre?
LA RUPTURA del pacto constitucional que mantenía unida la federación canadiense abre una extraña caja de Pandora. En junio de 1987 había sido firmado el Acuerdo del Lago Meech entre los 10 Estados canadienses federados y el Gobierno central de Ottawa. Las cuestiones que están aún sin resolver en la conformación política de Canadá nacen de la anacrónica figura de soberanía prevista por el sistema del dominion, en el que el jefe del Estado canadiense es la reina británica. A partir de 1978, una compleja negociación entre el primer ministro liberal canadiense, Pierre Trudeau, y el Gobierno de Londres dio lugar a lo que se conoce con el nombre de patriación (establecimiento de los atributos de una patria). Ésta consistía fundamentalmente en la renuncia por el Parlamento de Westminster a todos los derechos previstos en el ordenamiento británico respecto de Canadá. En 1982 fue promulgada la correspondiente Ley Constitucional. De la soberanía británica no quedaba más que el nombre.Paradójicamente, el refórzamiento de la soberanía canadiense produjo recortes en las atribuciones de las provincias y provocó en algunas de ellas un rechazo de la patriación. Cinco años después, y tras dos importantes cambios de Gobierno (la sustitución en Ottawa del liberal Trudeau por los conservadores de Mulroney y sobre todo la victoria en Quebec de los liberales de Robert Bourassa, en detrimento de los independentistas del Parti Québécois, de René Lévesque), se celebró la reunión del lago Meech. El pacto del mismo nombre estableció para cada Estado de la federación amplias competencias en materia de reforma parlamentaria y de creación de nuevas provincias. También consagró el hecho nacional de Quebec, reconociéndole la condición de "sociedad diferente". La crisis actual nace de que el pacto no ha sido ratificado por dos de los Estados federales, Manitoba y Terranova, en el plazo requerido de tres años, con lo que queda invalidado. La situación ha sido provocada no por un afán separatista de los francófonos, sino por quienes no han resultado beneficiados por el acuerdo. En otras palabras, se ha producido un rechazo del hecho diferencial de Quebec y de las ventajas que comporta para sus habitantes. Ello abre una crisis constitucional de primer orden.
En Quebec, el 80% de la población es francófono. Siempre reticente a integrarse sin más en Canadá, siempre dispuesta a la autodetermin ación -torpemente estimulada por el célebre grito del general De Gaulle en su visita oficial a Montreal-, Quebec intenta jugar a fondo la carta del hecho diferenciador. Sin embargo, el 20% de los quebequeses anglohablantes rechaza la discriminación de que son objeto en su provincia. Por otra parte, el derecho al autogobierno reclamado por Quebec es también exigido por exiguas poblaciones indias de los territorios de¡ noroeste, especialmente por la tribu inuit de Manitoba. Para acabar de complicar la cuestión, la provincia de Terranova, la más pobre de Canadá, no acaba de comprender por qué se debe conceder a Quebec privilegios cconómicos que no recibe ella. Estas circunstancias explican la negativa de Manitoba y Terranova a ratificar el Pacto del Lago Meech.
La solución de este embrollo constitucional ciertamente no está en la independencia de Quebee. No sólo no es viable -el área de libre comercio establecida en el tratado EE UU-Canadá del año pasado no sería aplicable al nuevo Estado, ni podría concebirse la extraña figura de un país independiente en el seno de la configuración estratégica atlántica-, sino que no son muchos en Quebec los que la desean, y entre ellos ciertamente no se cuentan el primer ministro quebequés o el líder del partido independentista. A largo plazo, la crisis debe resolverse reconociendo la identidad específica de Quebee y potenciándola, pero sólo si al tiempo se impulsan los rasgos diferenciadores de las restantes provincias. Es decir, se amplía y refuerza el sistema federal canadiense.
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