Los europeos
LOS MÁXIMOS dirigentes de los países de la CE se reúnen por lo menos dos veces al año, al término semestral de cada presidencia comunitaria, para constatar el progreso de la unión europea y buscar medios de consolidarlo. Es admirable que en la mayor parte de las cumbres europeas celebradas últimamente, los líderes occidentales, lejos de estancarse en la esclerosis de los grandes enfermos, hayan demostrado que son capaces de elaborar una ideología progresiva bien adaptada, por lo general, a las necesidades históricas. Así, en los últimos años han venido formulando un cuerpo de doctrina de la unidad europea que responde con agilidad -la agilidad de un paquidermo, claro está, puesto que no puede pedírsele más a lo que no es un ratón- a los retos que se le plantean y que no minimiza las dificultades que le promete el futuro.Mañana empieza el Consejo de Dublín, una reunión tanto más significativa cuanto que ocurre al final de un medio año que para Europa ha sido pletórico de acontecimientos revolucionarios: desaparición de regímenes políticos, recomposición de países, enfriamiento de tensiones estratégicas, acuerdos entre las dos superpotencias, desaparición de fronteras... En este marco se ha ido definiendo un camino cada vez más claro. Una vez asegurado el establecimiento del mercado único previsto por el Acta única -libre circulación de personas, bienes y servicios por todo el ámbito de la CE- para el 1 de enero de 1993, se trata de crear las condiciones necesarias para completar la unión económica y financiera, establecer la unidad política y decidir quiénes han de disfrutar finalmente de los beneficios de ambas. La convocatoria de dos conferencias intergubernamentales -para la unión económica, una, y para la política, la otra- y la fijación de sus parámetros es la tarea que mayor expectativas suscita en Dublín. De ellas dependerán, entre otras cosas, la nueva configuración de una política estratégica común, la actitud frente a quienes pretenden acceder a la CE y la política de relaciones con otros bloques; en suma, el concepto que se tenga de esta Europa unida que queremos construir los comunitarios y de los plazos para completar la tarea.
En este sentido, una de las ideas más novedosas es la de la ciudadanía europea, un concepto que, propuesto por Felipe González, resulta doblemente atractivo precisamente a causa de su indefinición. Un ciudadano europeo es quien disfruta de la libertad de circulación que consagra el Acta única. Pero debe disfrutar de ese derecho por ser ciudadano, y no al revés. Así, la condición de ciudadano debe ser llenada de contenido y definida por un conjunto de expectativas que son previas al disfrute de los derechos que consagra la referida Acta única: por ejemplo, que exista un pasaporte único o que todos los europeos sean títulares homogéneos (entre otros, de la misma clase de divorcio, la misma clase de hábeas corpus, el mismo derecho al aborto, el mismo respeto a la intimidad, la misma protección frente a los abusos de la publicidad). La eficacia de este tipo de propuestas, que configura y precede a la construcción política a gran escala, reside en su sencillez. Como todas las buenas ideas.
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