Mendiga
Corría el histórico año de 1990 y hacía ya tres que se había asentado en el umbral de una céntrica finca del barrio de Chamberí aquella mendiga. En rigor, no era tal, pues esta mujer, que jamás pronunciaba palabra (probablemente muda o autista), no necesitaba pedir nada. Sobraban almas bondadosas en aquella vecindad que se ganaban todos los días el cielo proporcionándole alimentos y cigarros que fumaba sin parar.Andaba siempre con su ajuar a cuestas y se detenía a soñar delante de todos los escaparates. Cuando pasaba por el de cierta confitería se le saltaban los ojos contemplando los dulces deliciosos que allí se exhibían o el christmas que sus majestades todos los años enviaban por Navidad; entonces, la empleada salía y le ofrecía un pastel. El grado de miseria que había acumulado aquella mujer, cargada de harapos, era indescriptible. A su paso, todos los viandantes cerraban los ojos y cambiaban de acera; la Policía Municipal, exquisitamente respetuosa de los derechos humanos, huía de su lado, y hasta las moscas en verano le hacían el boicoteo. Era asombroso contemplar una sociedad tan avanzada, impotente, sin embargo, ante este foco de infección que, cual sombra itinerante, sin duda habría inspirado a Shakespeare.
Aquel vecino no podía reprimir una sensación de angustia cada vez que la encontraba. No había desayuno, comida o paseo que no se los amargase. Se le aparecía a todas horas, sentada en los bancos de las aceras, paseando o recogiendo colillas, a su lado, en la parada del autobús. Indefectiblemente se había convertido en su álter ego. Hasta tal punto llegó a obsesionarle que por las noches sufría terribles pesadillas mientras se iba hundiendo en una profunda depresión.
Entonces decidió hacer algo. En el portal de enfrente al de su mendiga habían instalado un centro de Fraternidad Cristiana y para aquel sábado de primavera estaba anunciada una conferencia titulada Las depresiones y el perfeccionismo. Inmediatamente comprendió que ésta podría ser su última tabla de salvación. Dentro de la opresión que le embargaba, aquella noche, esperanzando con la conferencia, se sintió más aliviado; pero a la mañana siguiente, al pasar junto al centro cristiano, se tropezó con un lacónico cartel en la puerta que decía: "Conferencia suspendida". Miró a su alrededor y a sí mismo y comprendió en el acto: aquella convocatoria había dejado de tener sentido, pues todos los convecinos, él incluido, se habían transmutado en aquella mendiga. Todos, putrefactos, se parecían ya como una gota de agua a otra gota de agua. Aquella cívica comunidad de cristianos y poscristianos, maestrísima en disimular sus sentimientos de rechazo y desprecio mutuos para rendir, en unánime complicidad, fervoroso culto al dios Pluto y al becerro de oro, eximida ya de perfeccionismos graduales, había logrado su máximo estado de perfección.
La utopía de la igualdad, tantas veces burlada, había sido brutalmente alcanzada. Acatando, resignando, el duro designio del destino y liberado para siempre de todas sus angustias, este buen hombre se acercó al portal de enfrente y besó el pétreo lecho de aquella mujer.-
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