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La "llamada de Africa" retiene, pese a la guerra, a 59 españoles en Liberia

La guerrilla liberiana del Frente Patriótico Nacional está cada día más cerca de Monrovia, la capital liberiana. Si deciden atacar, las tropas gubernamentales no podrán resistir la embestida contra el último bastión del presidente Samuel Doe. Entre los residentes extranjeros hay todavía 59 españoles, de los más de 100 que integran la colonia. Ninguno ha seguido las recomendaciones de la embajada para que abandonen el país. Algunos no quieren perder su negocio, otros simplemente están atrapados por ese veneno especial que la tierra africana inyecta en la sangre de los forasteros para que nunca puedan marcharse.

Un avión está a punto de llegar al aeropuerto de Springfields, único de los dos de Monrovia que sigue funcionando desde el comienzo de la ofensiva guerrillera contra la capital, hace tres semanas. Un empleado liberiano intenta despejar la pequeña explanada de asfalto del trasiego de mujeres con bultos tambaleantes sobre sus cabezas y niños que van y vienen, como si aquello fuera un punto de paso, hacia las casas y chozas incrustadas en la maleza tropical adyacente.Poco después de haber aterrizado con un puñado de viajeros, se desencadena el tumulto al pie del avión. Hay un amasijo de manos y brazos que se agitan como una sepia gigante en dirección a un blanco suplicando una salida del infierno que se avecina con la invasión de los rebeldes. Al final el avión vuelve a rodar por la pista bajo la atenta mirada del forastero que, con un pañuelo, se seca el sudor de la frente. Se llama Manuel Cuenca y es uno de los 59 españoles que no han hecho nada por marcharse de Monrovia. Manuel es propietario de una compañía de avionetas que realizan los enlaces internos de Liberia y que creó su padre en 1962.Durante estos días excepcionales, Cuenca ha sido encargado por la Embajada norteamericana de organizar vuelos charters para la evacuación de los 3.000 residentes en Liberia de ese país.

Manuel llegó a finales de los sesenta a Monrovia, donde su padre había montado una empresa de avionetas. "Tenía 18 años", dice, "y nunca había estado en África. En mi imaginación, yo pensaba que esto era como las escenas de las películas de Tarzán". En Monrovia conoció a su esposa, Marisa, y desde entonces es uno de los enganchados que no para de refunfuñar: "Ésta es la última vez". Pero nunca acaban de marcharse. "Alternamos nuestras estancias de aquí con temporadas en Barcelona. Pero África tiene un no se qué, y al cabo de una temporada allí empiezo a echar de menos esta tierra", dice Marisa.

Negocio y nostalgia

La situación actual tampoco les ha convencido para hacer las maletas. "Mientras haya carbu rante, yo seguiré mi trabajo" dice Manuel. Al preguntarle las razones, la conversación siempre acaba desviándose a los entresijos del negocio, a las nostalgias y recuerdos de aquella África mítica que conoció en su juventud "En los años sesenta aquí había mucha actividad, y nosotros teníamos muchos amigos. Había en Liberia unos 1.500 españoles Ochocientos de ellos fueron enrolados por una empresa norteamericana como topógrafos chóferes, encargados de maquinaria pesada, en fin, todo lo necesario para llevar adelante la construcción de la carretera de 4.000 kilómetros que, a través de la selva, enlazó las minas de hierro de Yacuba con el mar. Buchanan, el principal puerto de país, también lo hicieron los es pañoles", explica.A los sesenta se remonta tam bién la construcción del hospital de San José, único centro sanita rio con garantías de la capital liberiana, que funciona bajo la dirección de ocho religiosos españoles. Su director, Justino Izquierdo, ya ha cumplido en Áfri ca 25 años, 18 de ellos en Liberia Al igual que sus compañeros, no está dispuesto a dejar la actividad febril del hospital donde cada hora asisten al nacimiento de un niño. "Yo seguiré aquí mientras esto siga en pie", dice.

Entre los pacientes que hay en la consulta está Germán Sanz de 64 años, de los que ha pasado casi 30 en este país. "¿Irme a España? ¿Para qué? Ésta es una guerra tribal. A los blancos no nos va a pasar nada", dice Germán, que ya ha vivido varias revoluciones, golpes y contragolpes, de las que han salpicado los últimos Gobiernos liberianos. Germán vive en el bosque, a unos 200 kilómetros de Monrovia, en una aldea de 100 habitantes, de los que él es el único blanco. Su residencia es una casa del país, sin luz ni agua.

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El boom de Liberia en los años sesenta también trajo a Monrovía muchas mujeres. Testimonio de ello son los nombres de numerosos bares y restaurantes como El Picasso o El Mesón. Uno de estos locales, con la insignia Chez Christina, pertenece a María Barbero, madrileña de 51 años. Christina es su nombre artístico. Llegó a Monrovia hace 30 años desde Las Palmas para cantar boleros, rancheras y tocando las castañuelas. La contrataron una temporada para la revista del Czen Inn, uno de los más conocidos locales nocturnos de la Monrovia de la época. "Todo lo que tengo y lo que soy se lo debo a este país. No me parece justo irme ahora", dice Christina. "África es difícil. La gente de aquí es muy amigable, pero nunca abre de verdad su corazón a los forasteros. Pero yo ya no tengo nada que hacer en España, excepto mi familia y mi hija", añade. "Cuando voy de vacaciones a casa estoy deseando volver". Hace un mes, en plena crisis política del país, se marchó, y al finalizar sus vacaciones regresó como si nada, a pesar de que la guerrilla ya había llegado a las puertas de la ciudad, y formalizó la compra de su local.

Su fama de pitonisa ha llegado incluso al presidente Doe. Entre los clientes de hoy figura el ministro de Información, Bowier, uno de los miembros de la mesa de negociaciones con la guerrilla, que comienza el lunes su segunda ronda. Como todo el mundo, antes de comenzar a descifrar las claves del destino, el ministro debe poner sobre la mesa 10 dólares.

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