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Soledades de dos

En los nuevos locales reservados para parejas se admiten tríos y mirones

Hasta hace dos o tres años, los anuncios sobre locales reservados para parejas todavía podían encontrarse en los diarios habituales y en las guías. "Sólo parejas", era la breve consigna. Hoy, esos anuncios han desaparecido, y los inquietos han de rastrearlos entre la propaganda callejera y algunas revistas de contactos. Son, la mayoría, sitios extraños para una sensibilidad y unos hábitos que han cambiado mucho desde los años sesenta.

Quedan ya muy pocos que mantengan los usos tradicionales: el camarero discreto y afantasmado, la sala oscura, el portero con gorra de plato que vigila la verosimilitud de las parejas, las filas de asientos que miran en una misma dirección, el olor a cine antiguo, el pequeño cuadrilátero de parquet donde se amarran los cuerpos al compás de lánguidos soniquetes. Y una clientela que ha envejecido a la misma velocidad que la escena. Son gente ya madura, de clase media justita, que conoció esos escondites hace treinta años. Por 600 pesetas de consumición pueden prolongar la tarde hasta las tres de la madrugada. Los inquietos encontrarán estos habitáculos de la intimidad en los alrededores de la plaza de Santo Domingo, en pleno centro de Madrid. No se admiten solitarios.La mayoría ha desaparecido de la faz del submundo. Aunque los nostálgicos todavía pueden recordar el mítico Okayama, en la zona de la plaza de San Bernardo, con su forma de tubo, capacidad para treinta parejas, un asiento peligroso en el fondo mirando a todos los demás y en el que nadie quería sentarse.

Pero hay novedades. Una clase distinta de local emergente dispuesto a conectar con la sensibilidad contemporánea a toda costa. A toda.

A cal y canto

Se trata de los pubs privados, donde también reza el lema de "sólo parejas", pero donde los clientes se pueden encontrar con notables sorpresas. Están cerrados a cal y canto, admiten socios y no hay más de tres en Madrid. Seleccionan su parroquia entre la clase media alta y media-media. Al menos, dos de ellos son inabordables. La cantidad de garantías y reconocimientos exigidos hace imposible para el curioso. En un tercero, en la zona sur, es posible colarse. Y, sobre todo, mirar.En principio se accede a él por la similitud con los locales tradicionales. Una pareja con aire de amor apresurado, ambos tirando a maduros, llega a la puerta y llama. Cuando ha sido admitida, después de unas credenciales básicas, encuentra un paisaje distinto del acostumbrado. Luz en lugar de oscuridad, una barra alargada y media docena de hombres bien vestidos, acodados y tomando copas que radiografían a la pareja de forma muy perceptible. Ante la cara de estupor de los recién llegados, una camarera vestida de calle, sale de la barra y les tranquiliza. "Sí, es un club de parejas", informa, "pasen y siéntense". La señorita les conduce al otro lado de un gran cristal, la única barrera que separa a los caballeros acodados del salón íntimo.

Una vez instalada, la pareja vuelve a sentir, a través del cristal, las miradas. En un rincón de esa sala, mal parapetada tras un pliegue de cortina, otra pareja ha perdido parte de la vestimenta. Los dos son gruesos, visten un estilo grandes almacenes y disfrutan. Cabe el asombro. Es como desnudarse a la luz del día bajo la mirada concentrada y nada culpable de unos cuantos espectadores. Hay otras parejas distribuidas en un espacio abierto, de butacones enfrentados y dispuestos para que pueda verse lo que hacen los demás. Son más jóvenes que en la plaza de Santo Domingo. Sólo un poco por encima de la treintena.

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La señorita de la barra es requerida de nuevo. "Es que también admitimos gente sola. De todas maneras, la relaciones públicas vendrá enseguida y les explicará todo".

Mientras tanto, suceden dos cosas que aún pueden estimular su capacidad de sorpresa. Uno de los caballeros, veintitantos años, rizos cortos repeinados, abandona la barra, entra en la sala íntima y se sienta delante de la pareja que se está refregando. Se limita a mirarles y permanecerá allí hasta que la pareja haya puesto fin a sus desahogos y decida marcharse. Después, con una indicación de la mano consigue que la camarera conecte una pantalla y que le pasen una película porno.

La otra cosa es que otro caballero se une a los estupefactos. Lleva un traje bien cortado, un bolso de mano de marca y un reloj superplano. Tiene treinta años y dice que es un viajante de Tarragona. En fin. Aparentemente nervioso, les informa de que lleva dos horas en el lugar. Con su aspecto muy agradable y un punto de romanticismo asténico, empieza a fijarse en las piernas de la mujer y a mirarla intensamente. La mujer desvía el rostro y su compañero se remueve en el asiento. Pero el hombre sigue siendo agradable y conversador. Hay una habitación con baño en la trasera del local, dice. El compañero le ataja informándole que no están buscando tríos, ni números de esa clase. Se levantan y se dirigen hacia la puerta.

Allí se cruzan con la relaciones públicas. Una mujer amplia, de cincuenta años y joyas codificadas por su exceso. Al intuir su descontento les lleva a un aparte y despliega todo su oficio persuasivo. "Admitimos mirones, parejas que buscan un hombre o una mujer, es lo normal hoy en día. Pero es todo muy limpio". "Oiga," le dice el hombre, "ése de ahí, ¿no es un profesional?". "No le he visto nunca" responde seria.

La pareja sale en busca de un taxi que les deposite en las pacíficas umbrías de los locales de la plaza de Santo Domingo. A la búsqueda de la tradición. Dejando detrás las soledades de los que no se bastan con ser dos. Eso, todavía les da miedo.

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