López Rodó
A pesar de sus 800 páginas, hace dos semanas que me acuesto con él. Se trata de las Memorias de Laureano López Rodó, el ministro a quien se atribuye la cara buena del franquismo, un personaje que supo ocultar con sus números la descarnada opacidad de las ideas de algunos de sus colegas. La prosa histórica de es López no provoca ninguna emoción, en sí misma. Se trata de uno de esos típicos destilados de dietarios personales que transpira el aroma de lo archivos y la picazón del polvillo burocrático. Incluso asoma por ahí la duda razonable de saber si la memoria se ha puesto más de parte de presente que del pasado. Y, sin embargo, hace un par de semanas que escriba López consigue robarme horas de descanso hasta que acabó durmiéndome en las antesalas de Pardo con la intuición calderonian de que los sueños sueños son.Lo bueno de esas memorias de ministros antiguos es esa prolija narración de anécdotas, tal vez porque nadie se atreve a reconocerse cómplice con la esencia moral de las dictaduras. Los ministros de Franco, cuando hacen la colada, se limitan desempolvar agendas y contar lo que vieron, pero nunca lo que sintieron. Fueron gobierno y ahora dicen que son sólo testigos. Pero saben contar los detalles significativos de un poder basado en la interpretación de los silencios y los rituales. El libro de López Rodó es como el ojo de la cerradura de unos años que pudieron parecer historia y que, vistos ho más parecen historieta. Siempre quisimos creer que el franquismo fue algo trascendental en nuestras vidas, y ahora resulta que todo fue un inercia palaciega y un apelmazado pastel de servidumbres. Nunca nos enseñaron el franquismo desde dentro y, a ciertas edades, hasta duele un poco. El franquismo fue un señor callado, mucha policía y mucho miedo, y unos cuantos sabios de la economía. Seres menores que crecieron a base de devorar nuestras libertades.
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