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Naciones

Antonio Elorza

Para empezar, los nacionalistas lituanos han planteado las cosas de un modo abrupto. Por su parte, y según la imagen recién acuñada, Gorbachov ha visto en ellos al tahúr que trata de levantarse de la mesa llevándose las ganancias y pone en práctica la respuesta adecuada al caso: demostraciones de fuerza, bloqueo económico. En el resto del mundo comienza a imperar un Viejo cinismo. Ciertamente, a nadie le gusta que comiencen a bailar las fronteras de 1945: la reunificación alemana es la excepción, de incluir el respeto definitivo a la divisoria del Oder Neisse. Pero si los nacionalismos levantan la cabeza, piensan muchos, ¿adónde iremos a parar? Y, además, hace falta que Gorbachov tenga éxito, lo que parece por demás razonable. Aunque no lo sea tanto sí para ello hace falta dar por buenos la matanza olvidada de Tbilisi o el bloqueo a las expectativas de libertad de las ex repúblicas bálticas. En realidad, el episodio lituano no viene sólo a plantear los vacíos de la perestroika; devuelve también a la actualidad aquellos casos de opresión nacional que siguen vivos en nuestro continente. Tal vez por eso es tan amplia la sensación de malestar ante lo que ocurre y tan escasos los comportamientos congruentes con tina lógica democrática.Porque, de entrada, lo que se impone es reconocer el derecho a la autodeterminación de las tres repúblicas. Otra cosa es dar con el procedimiento adecuado para que el tránsito a la independencia tenga lugar sin desestabilizar la difícil situación de la URSS. Pero el caso es que, especialmente en Estonia y Lituania, la gran mayoría de la población pertenece a las nacionalidades respectivas y desea una independencia que no supone sino la recuperación del estado en el cual se hallaban hasta que fueron objeto de la anexión forzosa a la URSS por parte de Stalin. Difícilmente puede hablarse de superación del estalinismo, si no se empieza por reconocer el derecho a la resurrección de aquellas que por fortuna son víctimas recuperables. A Bujarin o a Trotski aadie les salvará ya del crimen sobre ellos cometido. En cambio los países balticos sí pueden rehacer la vida independiente de que les privara el acuerdo entre Hitler y Stalin. Obviamente, los medios cuentan y la brusca secesión decidida en Vilna crea un precedente intolerable para Moscú. Urge, pues, una rectificación en los procedimientos. Pero tampoco cabe, admitir una vía de coacciones que de un modo u otro acabe por anular la indiscutible legitimidad de la independencia lituana, desvirtuando al propio tiempo la perspectiva democrática de las reformas emprendidas en Moscú. Como en 1968, el sistema soviético se halla en una encrucijada decisiva. Sólo que ahora no hay espacio para el retroceso.

El episodio lituano permite asimismo evocar el nexo originario existente entre nacionalismo y democracia. Es algo que resultó ensombrecido durante largo tiempo al intervenir la captación conservadora de los nacionalismos en la era romántica, con una clara deriva hacia el esencialismo y los aspectos tradicionalistas. En esa misma trampa han caído buena parte de los teóricos del nacionalismo, olvidando que en realidad si existen naciones en la historia es porque unas colectividades determinadas asumen políticamente unos proyectos nacionales. No hay unas naciones naturales (lo son sólo para quienes defienden un nacionalismo esencialista) y otras postizas o ilícitas. Como advierte Justo G. Beramendi, las naciones las crean los nacionalismos, del mismo modo que son las religiones quienes inventan los dioses. Su existencia histórica es un problema estrictamente empírico. Una cosa es que haya nacionalistas y otra que deban reconocerse las naciones correspondientes, dado que los rasgos diferenciales son un simple soporte carente de significación si falta la adhesión política. Cabe romperse la voz y la pluma enumerando los rasgos de una eventual nación, sea ésta Córcega, Bretaña o Galicia; todo ello de nada sirve si el hecho diferencial se proyecta en la práctica como simple regionalismo. Y, recíprocamente, resulta estéril discutir la existencia de una nación cuando, con independencia o sin ella, ha sido alcanzado un nivel mayoritario de especificidad política y cultural. Por eso cabe hoy hablar de nación georgiana o de nación catalana. No es una situación estática, y ello a su vez introduce la pertinencia de conceptos como construcción nacional. Tampoco se trata de hacer un diagnóstico del hecho nacional, al modo estaliniano, sino de reconocer sobre bases empíricas -insistimos en el término- los procesos de integración o desintegración nacional. Es, pues, un problema complejo, pero nada misterioso, como prueba la propia historia española del último siglo. Y para su valoración, nada mejor que evocar las observaciones que hace más de dos siglos enunciara el fundador del pensamiento democrático sobre la nación, Jean-Jacques Rousseau, al referirse a la supervivencia del nacionalismo polaco: es el mantenimiento de la conciencia nacional en la población polaca -"qu'un Polonais ne puisse jamais devenir un Russe"- lo que garantiza la condena a largo plazo de la opresión nacional. "Polonia se encontraba aherrojada por Rusia, concluye Rousseau, pero los polacos han permanecido libres". Algo similar ocurre hoy en la URSS en los territorios bálticos.

En ese momento auroral, que se prolonga hasta la Revolución Francesa, quedó muy claro que es la fundamentación democrática lo que suscita el nacimiento de la nación. La conciencia diferencial de unos pueblos respecto de otros era tan vieja como la historia. Lo nuevo es que ahora esa colectividad, de Rousseau a Sieyes, se convierte en el único sujeto legítimo del poder político. Las implicaciones revolucionarias son evidentes y se materializan en la confrontación del "viva la nación" y el "viva el rey" que preside la jornada del 10 de agosto de 1792. A partir de ese momento, un problema central de la historia europea será la materialización de la fórmula, haciendo efectivos los Estados-nación. Muy pronto el hecho nacional resultó a su vez apropiado por el pensamierito conservador, e incluso reaccionarío, mientras la mejor o peor suerte de esas construcciones políticas nacionales se jugaba en mesas separadas, casi siempre en correlación estrecha con los procesos de modernización. Alguna vez, sobre el modelo de Francia, la partida unitaria se gana. En otros casos, como el nuestro, el fracaso de la modernización pone en entredicho por un tiempo el proyecto nacional en un país moribundo y abre espacio para proyectos alternativos.

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Cuando el viento cambie, desde los años sesenta, y las condiciones económicas y culturales para el Estado-nación sean entre nosotros una rea idad, será preciso contar con la consolidación ya lograda por aquellos nacionalismos periféricos, legados de la nación escindida que fue España desde fines del XIX. El resultado puede parecer un híbrido y no deja de encerrar aún hoy estrangulamíentos y contradicciones. Pero al menos en un marco democrático ha sido posible dotar a esa nación de naciones -perdona, Raimon- que es la España actual de estructuras políticas que responden tanto a la virtualidad del espacio político español como a los proyectos nacionales cuajados en Cataluña y Euskadi. Sabemos que el precio pagado fue alto y que la historia tarripoco aquí ha terminado: más que las palabras, viene a probarlo la diferencia de intensidades registrada en el reciente debate sobre la autodeterminación. Pero no es menos evidente que en el juego entre violencia y democracia que presidió la historia de las naciones en los dos últimos siglos, y que ha isupuesto nada menos que dos guerras mundiales, la opción democrática se confirma como única vía válida para la resolución de los problemas. Gorbachov debe tenerlo en cuenta y el resto de Europa recordárselo.

Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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